En la Plaza de La Florida, un hombre de aspecto eslavo toca el violín como los propios ángeles. Maravillada, la gente se arremolina a su alrededor; de pronto, en medio de la melodía, arroja el violín con fuerza a la acera, se agacha y comienza a golpear violentamente una lata vacía contra el suelo. No parecen la misma persona el músico de antes y el de ahora. La furia de su martilleo asusta a los viandantes que huyen de él como de un perro rabioso.Luego, cuando se calma y vuelve otra vez a tocar suavemente el violín, me parece un cazador preparando sus trampas; la belleza de su música, tan sólo un preámbulo para la desesperación posterior, un pozo sin fondo donde caerán aterrados los viandantes.
Julia Otxoa