Junto a mí, en el autobús, está sentado un hombre. Puedo oler su cuerpo. Sus manos están agredidas por un trabajo incierto. Fabulo que ha venido del Este, quizá esperando encontrar una tierra de frutos abundantes. Puede ser que tenga una historia fortificada por el dolor. Imagino su desvelo por conseguir permisos, certificados, leyes justas. El hombre no repara en mí, puede qué no tenga tiempo. Entonces me distraigo oyendo el ruido de su respiración y me siento unido a él por un paisaje de casas perversas, de árboles agotados. De pronto, siento la necesidad de ser su amigo, de beber juntos litros de alcohol, de cantar con fuerza canciones tristes; luego perdernos en un viaje hasta una ciudad, digamos Estambul, donde los dos seríamos extranjeros y nos bañaríamos en el mar de Mármara, riendo incansablemente.
Carmen Vega