En mi libro La Guerra Grande (Buenos Aires, 1872) relato un episodio del que fui testigo: «Después de la batalla de Quebracho Herrado, el coronel dio orden de enterrar a los muertos de ambos bandos. El sargento Saldívar y ocho soldados se encargaron de la macabra tarea. Recuerdo que le dije a Saldívar: -Pero sargento, algunos no están muertos, óigalos quejarse, y usted los entierra lo mismo. Me contestó: -Ah, si usted les va a hacer caso a ellos, ninguno estaría muerto. Y siguió, nomás, enterrándolos. Por esa salida lo ascendieron a sargento mayor».
Ahora vengo a enterarme de que el mismo episodio, mutatis mutandis, lo cuentan Aulio Minucio (Rerumgestarum Libri), el duque de Chantreau (Mémoires sur le régne de Louis XIII) y el general Alfonso Cavestany (Crónica de las guerras carlistas).
Marco Denevi