Perdices

Como todos los días, Salvador Lafontaine cuelga sobre el muro la jaula de perdices y nada le importa que desde hace cuatro años, cuando aquellos días de helada que lo quemaron todo, ya no haya perdices, porque él las sigue escuchando y no admite la menor réplica sobre el asunto. El día para él transcurre de esa forma, es decir, al lado de la jaula, trajinando sobre las varetas de olivo que en sus manos diestras parecen más bien mantequilla o juncia. Un artista de eso, y a ver, a ver qué daño hace. Salvador Lafontaine no se mete con nadie, dicen que por no quebrar el trajín de sus perdices, que se pasan el día refiriendo historias de esos lejanos países que vuelan en la noche.
Los domingos, todos los domingos sueltan por el pueblo dos autobuses llenos de turistas que se llevan el áspero aceite del molino, embutidos caseros, quesos sudados, piñonates y tortas del Carmona y con un poco de suerte las cestas de Salvador Lafontaine, que él cuelga de cualquier forma en el mismo clavo donde los otros días reposa la jaula perdicera. Él de eso vive, de eso y de la paguita de treinta mil pesetas que le sacó Mariano el del ayuntamiento cuando lo dejaron solo en este mundo y a ver de qué se iba a valer. De eso, quiero decir, y de escuchar durante horas sus perdices, temiendo que llegue la noche y al descolgar la jaula descubra que han volado.

Manuel Moya

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