Estuvo vigilando a un hombre de negocios que lloraba porque sus familiares se negaban a pagar el rescate. Sabía que trataban de regatear aunque declaraban compungidos por las emisoras radiofónicas que estaban desolados. Luego, en casa, veían sus programas favoritos en la televisión. El secuestrado y él se tomaron mucho cariño. Jugaban a las cartas, al ajedrez y el secuestrado se ponía muy contento cuando ganaba. Luego, de repente, se acordaba de que estaba prisionero y se echaba a llorar. Al separarse —una vez pagado el rescate— se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Cuando meses más tarde detuvieron al secuestrador, el hombre de negocios se personó para su identificación, y exclamó: » ¡ Sí, es él!», al mismo tiempo que le propinaba una sonora bofetada ante los perplejos policías.