Siempre que podía, Melquiades se daba un paseo por la plaza de Oriente, no para ver el Palacio Real, ni para admirar los tesoros de la Almudena, sino para colarse en las fotos de los turistas. Se detenía con disimulo junto a una pareja posando. O se sumaba como quien no quiere la cosa a un grupo en formación futbolística. O pasaba silbando por detrás de una familia en escala. Luego, en la intimidad de su buhardilla de La Latina, abría el atlas y se imaginaba a sí mismo multiplicado, metido en marcos y álbumes junto a todos aquellos desconocidos, descansando sobre un aparador de Nagoya, o un anaquel de Dortmund, o un escritorio de Staten Island, o una mesa de noche de Monterrey.