Venía todas las noches a las once, entraba fatigado y transparente seguido de gemidos y cadenas, para colocarse en una esquina de mi cuarto mientras miraba fijo hacia mi cama. Su insistencia me conmovió: venciendo mi temor, me acerqué, lo tomé del brazo y con gesto diligente lo acosté en mi cama, cobijándolo.
Durante el mes que durmió a sus anchas mejoró muchísimo, mientras yo, resignada, pasaba fríos en el sofá.
Desde que le hablé del pago compartido en la renta del departamento, no lo he vuelto a ver.