Estos días de agosto, durante los ensueños alcohólicos de la hora de la siesta, imagino a veces que soy un personaje de la jet y que puedo hacer rico a un fotógrafo sólo con dejarme fotografiar cortándome las uñas de los pies o haciendo pis contra una tapia. Hoy se valora mucho a la gente que crea puestos de trabajo, y los famosos sostienen, sobre sus genitales mayormente, un imperio editorial que da ocupación a miles de personas. Quizá deberíamos tenerles más respeto. El otro día vi en el periódico a un señor al que habían hecho hijo adoptivo de su pueblo por crear 10.000 puestos de trabajo. No se sabe de ningún escritor, en cambio, que haya publicado 10.000 novelas. Es cierto que hay puestos de trabajo absurdos, pero también hay literatura del absurdo y nos parece bien.
Claro que cuando imagino que por una foto mía dejándome besar por el heredero de una cadena de supermercados podrían pagar millones de pesetas, me da por pensar que la realidad es anormal. O que yo soy un ser superior. Y las dos posibilidades son perturbadoras, porque conducen a consideraciones desastrosas para la salud mental. Fíjense en Aznar, que al no entender cómo ha llegado a presidente del Gobierno, y para evitar la idea de que sus votantes no están bien, se refiere a sí mismo en términos de portento («el milagro de la economía española soy yo»).
El hecho de que parte del producto interior bruto dependa de los muslos de Marta Chávarri o de las declaraciones de Sofía Mazagatos es, en fin, un problema. Crean muchos puestos de trabajo y colaboran a la reducción del déficit, de acuerdo. Pero también de las neuronas. Por eso, cuando despierto de mis delirios alcohólicos, pienso que es preferible dedicarse a la literatura del absurdo. Cualquier cosa antes que veranear en Marbella. O en Mallorca.