Atormentado y santiguándose frenéticamente, don Manuel caminaba apresurado la calle abajo en busca de confesión. Sudando a mares, se preguntaba angustiado por la naturaleza de su recién cometido pecado, si sería venial o mortal, atormentado por aquel dilema que podría depararle de inmediato, si el corazón, que bombeaba agitado y comenzaba a resquebrajársele hacia el brazo izquierdo, acababa por estallar dentro del pecho, toda una ardiente eternidad en el infierno. Cómo habían cambiado los tiempos, se decía, qué nostalgias del BUP, había que ver cómo eran los muchachos esos, hijos de Satanás. Mientras avanzada cada paso con dificultad aflojándose el alzacuellos, con la respiración entrecortada, sintiéndose cada vez más mareado, se le venía a la mente una y otra vez el punzante recuerdo de aquel instante fatal, nefando y herético en el que, acorralado por el aluvión de descaradas preguntas, impúdicas exclamaciones y salvajes improperios contra el sagrado dogma de la virginidad de María, sin saber ya qué hacer, sin saber por dónde salir, rodeado, como el siervo de Yahvé, por una jauría de mastines, había acabado por reivindicar ante sus alumnos que el primer milagro del Hijo del Hombre había sido reparar con carácter retroactivo, recién surgido de aquellas entrañas de carne mortal, el desgarrado virgo de su santísima madre.
Juan Ramón Santos