Cuando los menesterosos padres de Nayib murieron de hambre, el pequeño mendigo recibió la única posesión de la familia Alauié a lo largo de generaciones: una sencilla cajita de madera con un broche de color turquí. Nunca antes había sido abierta. Nayib -un niño flaco y sucio, pero altivo y de ojos vivísimos- tomó la cajita entre sus manos con gran unción. Cuando se disponía a abrirla, como si presintiese la temeridad y la atroz amenaza desconocida de aquel acto, dudó y, durante aquel brevísimo instante de vacilación, la vida se detuvo: los terrones de azúcar dejaron de diluirse en las tazas, los asesinos no terminaban de apuñalar a sus víctimas, el aire cesó en su fuga perpetua; el vuelo de las aves, la pólvora de los cazadores, el suero en las venas de los enfermos, el salto a contracorriente de los salmones, todo participó de aquella inaudita pausa universal, de aquella silenciosa anábasis, simultáneamente a millones de seres vivos que con voraz ansia y la respiración suspendida confiaban que, tampoco en esta ocasión, fuese abierta la sencilla cajita de madera con el broche de color turquí.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Páginas de espuma.2009