Se aproximaron a la costa unos grandes buques de guerra y durante siete días estuvieron disparando enormes proyectiles que fueron a estallar junto a la orilla. A continuación, hicieron su irrupción rápidas lanchas anfibias, que abrían sus compuertas y vomitaban centenares de soldados armados hasta los dientes. Las bombas no cesaban de estallar junto a la orilla. Un oficial con muchos galones y un pequeño revólver, gritaba a los buques: «iIdiotas, más allá!». Pero los buques de guerra seguían disparando imperturbablemente contra la orilla. Los soldados caían como moscas. Otro oficial dijo: «¡Al ataque!», pero en el momento de echar a andar, se aturdió, tropezó y cayó al suelo. El resto de los soldados que le seguían, indecisos, se echaron asimismo al suelo. Uno comenzó a llamar a su madre. Otro gritó «¡traición!», al ver que su compañero caía muerto con un tiro en la espalda e increpó duramente a otro por su descuido. Al final todos se retiraron en desorden, exclamando: «¡Volveremos!». Mientras, en el buque-insignia, el almirante, consultando detenidamente los mapas, exclamó sencilla y llanamente:
– Nos hemos equivocado de orilla. Es la de enfrente…
Y con voz un tanto enérgica, gritó: – ¡Adelaaaaaaaaaaaaaaante…!
El dedo índice de su mano derecha señalaba un punto imaginario en el horizonte sin fin del Océano.