3.414 – La dama en cuestión

    Saber que los dos galanes que la cortejaban en el baile han salido a la calle a pelearse por ella hace que la dama en cuestión se sienta inicialmente halagada. Es algo de lo que podrá presumir con sus amigas, algunas de las cuales nunca tendrán ni dos, ni uno, ni medio pretendiente en toda su vida, aunque finjan que eso no les importa.
Ahora bien, resulta que sus dos enamorados han decidido pleitear para ver quién se queda con la hembra, sin que la opinión de la misma parezca tener importancia. Y eso convierte la ilusión de ser objeto de una disputa viril en la certeza de saberse únicamente el trofeo del vencedor. Por otra parte, es evidente que quien gane la pelea la defenderá en el futuro contra cualquiera que se atreva a importunarla. Pero puede que, además, acostumbrado a perder los estribos con quien le lleve la contraria, los pierda también con su pareja, que hará bien en no oponerse a nada, como en su día no se opuso a que luchara por merecer su amor.
Pensándolo bien, la situación es tan delicadamente incómoda que la dama en cuestión pide la cuenta al camarero y se va con disimulo a otro local, donde los hombres que se interesen por ella se limiten a pedir permiso.

Pedro Herrero
Los días hábiles. Serial Ediciones. 2016

3.413 – La bañera

    Un día, mientras aguardas el regreso de tu mujer, prolongas ese baño sedante, la grávida sensación de deriva en el agua jabonosa, los lametazos del minúsculo oleaje, la indolencia que lleva a perder deliciosamente la noción del tiempo, y adivinas que se va a apoderar de ti una monotonía sin deseos, que ya no sobresalen las medias lunas de tus hombros y de tus rodillas, que poco a poco tu piel se va acomodando a la blancura de la bañera, a sus curvas, a sus bordes, que te desvaneces en el esmalte, que te invade un sentimiento de rigidez, de malestar, de miedo, cuando fracasas en los intentos por abandonar la bañera, y luego de escuchar los pasos de tu mujer, que se desnuda en silencio y deja caer el agua sobre tu fondo y se sumerge con un suspiro de júbilo, sientes el aviso de la firmeza de sus miembros contra ti como la sondaleza de un barco que tocara el fondo del río, sientes la suavidad de su piel sonrosándose con el agua caliente, y descubres que nunca volverás a abrazarla, que no podrás orientarte por más tiempo en tu memoria blanca, lisa, pulida, que asistes impávido a los latidos de su corazón, a sus movimientos acariciadores y basculantes, a los rosetones de luz que refleja el cuerpo de tu mujer, completamente sola en el cuarto de baño.

Ángel Olgoso
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed Montesinos

3.412 – Los olores del mundo

   Los ojos por dentro huelen a melón recién abierto. Los regalos que vienen por correo desde Bucarest suelen traer un olor a pecera reconfortante. Mi cama, de lunes a viernes, huele a madrugadas rotas por ladridos de niño, un olor que se parece a aliento de tortugo. El sombrero de mi abuelo tiene un perfume parecido a libro de 1984, el año en que se compraron muchos libros en mi casa porque aprendí a leer. Sé el olor que tienen mis lunares, sobre todo del que está en mi pantorrilla derecha, que huele a uvas pasas con leche desnatada. La que mejor ha olido siempre es mi mamá. Su mano derecha huele a natilla recién enfriada, la de mi papá suele oler a freno de mano, aunque es zurdo. Lo más terrible de mi vida olfativa, ocurrió solo una vez, con Aníbal, que en los primeros días olía a delicioso teclado de ordenador, después enfermó y olió mal, a escáner roto, en sus últimos días olía a red social y de un día para otro su olor desapareció; como su nombre, y pasó a llamarse un numerito inoloro y torcido: #Aníbal.

María Paz Ruiz Gil
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

3.411 – El juego

    La Muerte vino a buscarme, pero yo fui más rápido que ella. Me escondí. Pasó de largo. Desde entonces, han transcurrido los siglos, los milenios. No sé cuánto tiempo hace que nuestras orgullosas ciudades fueron borradas de la faz del planeta. Los pocos hombres que aún quedan sobre la Tierra habitan en lóbregas cavernas y se alimentan de vísceras de cadáveres o de insectos inmundos. Un cuchillo mellado y unos sucios andrajos constituyen todo mi patrimonio. He sido lapidado, apuñalado, aplastado, mordido y lanceado, pero mis heridas se obstinan siempre en cicatrizar. Aborrezco esta existencia indigna más allá de lo imaginable. Hace mucho tiempo que no ceso de buscar a la Muerte; sin embargo, ahora es ella quien se esconde de mí.

Manuel Moyano
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

3.410 – Oficina de objetos perdidos

    Fue uno de los trabajadores del Metro quien lo encontró. Muy temprano, al abrir la verja que lleva a los andenes. Notó un movimiento impreciso, como una sombra, y pensó que sería un perro o un mendigo que se hubiera quedado encerrado adentro la noche anterior. Le persiguió escaleras abajo y pudo ver un cuerpo sin pigmento, escurridizo y leve que se deslizaba entre el suelo y las paredes de la estación solitaria. Cuando parecía que iba a perderlo en el interior del túnel, algo en el suelo, de naturaleza adhesiva o rugosa, detuvo al insólito ser. Frenó bruscamente y toda su materia rebotó con temblores de gelatina. Se enroscó sobre sí mismo protegiéndose de todo lo que fuera sólido, luminoso o estridente, y dejó escapar un gemido que parecía proceder de otro mundo.
Lleva ya dos días en la oficina de objetos perdidos del Metro. A su lado un paraguas, un reloj, un móvil y un sombrero mejicano. Mueve sus extremidades nervudas tras el cristal. Sus ojos traslúcidos y tersos aún brillan con la esperanza de que alguna de las muchas criaturas pálidas como larvas que pueblan por las noches la Barcelona subterránea le perdone la terrible imprudencia de haberse demorado hasta la madrugada, y acuda urgentemente a rescatarlo.

Paz Monserrat Revillo
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

3.409 – Vida pública

    Nació en un mercado, se divirtió oliendo a la gente del metro, su lugar favorito eran los baños, conoció todos los restaurantes y tomó el sol en sesenta y dos parques. Se sentía tan popular que con mucha seguridad entró a la casa más alumbrada de la zona. Y de repente ¡zaz! el matamoscas le aplaudió su fama.

Laura Elisa Vizcaíno Mosqueda

3.407 – En Monzón de Campos…

    En Monzón de Campos estaba un hidalgo que había venido de las Indias, y un día, contando cosas de aquellas partes a otros vecinos, dijo:
—Yo vi una berza en las Indias tan grande, que a la sombra de ella podían estar trescientos de a caballo sin que les diese ningún sol.
Dijo otro, criado del marqués de Poza:
—No lo tengo en mucho, porque yo vi en un lugar de Vizcaya que hacían una caldera en la cual martillaban doscientos hombres, y había tanta distancia del uno al otro, que las martilladas del uno no oía el otro.
Maravillándose mucho el indiano, dijo:
—Señor, ¿y para qué era esa caldera?
Respondió el otro:
—Señor, para cocer esa berza que acabáis de decir.

Luis de Pinedo
Cuentecillos para el viaje – Editorial Popular – 2011