2.359 – Estos días…

jj millas2  Estos días de agosto, durante los ensueños alcohólicos de la hora de la siesta, imagino a veces que soy un personaje de la jet y que puedo hacer rico a un fotógrafo sólo con dejarme fotografiar cortándome las uñas de los pies o haciendo pis contra una tapia. Hoy se valora mucho a la gente que crea puestos de trabajo, y los famosos sostienen, sobre sus genitales mayormente, un imperio editorial que da ocupación a miles de personas. Quizá deberíamos tenerles más respeto. El otro día vi en el periódico a un señor al que habían hecho hijo adoptivo de su pueblo por crear 10.000 puestos de trabajo. No se sabe de ningún escritor, en cambio, que haya publicado 10.000 novelas. Es cierto que hay puestos de trabajo absurdos, pero también hay literatura del absurdo y nos parece bien.
Claro que cuando imagino que por una foto mía dejándome besar por el heredero de una cadena de supermercados podrían pagar millones de pesetas, me da por pensar que la realidad es anormal. O que yo soy un ser superior. Y las dos posibilidades son perturbadoras, porque conducen a consideraciones desastrosas para la salud mental. Fíjense en Aznar, que al no entender cómo ha llegado a presidente del Gobierno, y para evitar la idea de que sus votantes no están bien, se refiere a sí mismo en términos de portento («el milagro de la economía española soy yo»).
El hecho de que parte del producto interior bruto dependa de los muslos de Marta Chávarri o de las declaraciones de Sofía Mazagatos es, en fin, un problema. Crean muchos puestos de trabajo y colaboran a la reducción del déficit, de acuerdo. Pero también de las neuronas. Por eso, cuando despierto de mis delirios alcohólicos, pienso que es preferible dedicarse a la literatura del absurdo. Cualquier cosa antes que veranear en Marbella. O en Mallorca.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.282 – Ulises

millas23  Cada español vio el año pasado una media de 22.000 anuncios. Así que a simple vista, sin echar mano de la calculadora, es como si nos fusilaran 2.000 veces al mes, unas sesenta al día. Cruzas por delante de la tele para rescatar de los suburbios de la librería un libro de poemas y recibes seis ráfagas o siete que te dejan en el sitio, aunque tus deudos no lo adviertan: también ellos han sido ejecutados varias veces desde que se levantaran de la cama. Con el libro en la mano vuelves sobre tus pasos, y mientras abandonas la habitación decidido a no volver la vista a la pantalla, el electrodoméstico continúa ametrallándote a traición no para que caigas, no es tan malo, sino para que, verticalmente muerto, salgas a la calle a comprar una colonia, un coche, unas gafas de sol, un cursillo de inglés, una hipoteca o una caja de compresas extrafinas y aladas congeladas para amortizar la inversión del microondas.
Ya en la parada del autobús abres el libro y tropiezas, lo que son las casualidades de la vida, con unos versos de Ángel González que se refieren a los reclamos publicitarios de la civilización de la opulencia: «No menos dulces fueron las canciones / que tentaron a Ulises en el curso / de su desesperante singladura, / pero iba atado al palo de la nave, / y la marinería, ensordecida / de forma artificial, / al no poder oír mantuvo el rumbo.»
Si miras alrededor, verás otros Ulises atados, como tú, al palo de un libro. Sólo que esto es un autobús y no una nave, y que en lugar de regresar a Ítaca vuelves a la oficina. Cómo no caer, aunque sea un instante, en la tentación de escuchar lo que dice la sirena de Calvin Klein, de Mango, o de Winston, que te susurra al oído obscenidades cancerígenas. Veintidós mil anuncios, 2.000 al mes, unos sesenta al día. No hay héroe capaz de resistirlos ni Penélope que lo aguante. Estamos listos.

Juan José Millás

2.101 – Inseguridades

millas23  Apuraba tranquilamente el gin-tonic de media tarde, cuando en la mesa de al lado un individuo le dijo a otro que estaba muy contento, porque el médico, tras un chequeo, le había dicho que todo estaba en orden.
-El colesterol y la tensión también -preguntó el otro-, ¿todo?
-Todo, sí. Me dan ganas de irme a bailar.
Los dos habían superado con creces (qué rayos significará creces) la cincuentena y parecían hermanos. Tras unos segundos de silencio, el que parecía más joven continuó preguntando.
-¿Y el PSA está en orden?
-En orden. Además me he hecho una ecografía pélvica y la próstata tiene el tamaño de un tipo de cuarenta años. Por otra parte, y como hace ya siete años que he dejado de fumar, me ha dicho el médico que tengo los pulmones de un no fumador. Como si no hubiera fumado nunca.
-¿Te importa que encienda un cigarrillo? -preguntó el hermano aguafiestas.
-Tú verás, son tus pulmones, es tu vida. Tienes cuatro años menos que yo, todavía estás a tiempo de dejarlo sin pagar por ello.
La conversación comenzó a parecerme sobrecogedora.. Había por debajo de lo que hablaban una fe ciega en la culpa y una fe ciega también en la suerte. La vida era una combinación de suerte y de fe. Si dejabas de fumar y tenías suerte, podías regresar al principio, reiniciarte como un ordenador. La suerte, por su parte, se atraía con gestos de la voluntad.
El fumador dio un par de caladas, con la mirada perdida, como si buscara dentro de sí otro argumento para amargarle la tarde al hermano mayor.
-¿Te has hecho también una colonoscopia? -preguntó al fin.
-¿Una colonoscopia? No, ¿por qué?
-A partir de los cincuenta conviene. Un vecino mío estaba bien de todo, excepto por unas formaciones musgosas que le salieron en el intestino, a la altura del colon. Duró dos meses, y no había fumado nunca.
-No hay modo de estar seguro de todo -respondió con expresión de derrota el mayor.
-Es lo que te quería decir -concluyó el fumador.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.085 – Ojo con la automedicación

millas23  Es conocido que sólo tomamos conciencia del cuerpo cuando nos duele algo. Carecemos de cabeza, por citar un órgano, hasta la aparición de la primera migraña (o de la primera idea obsesiva). Personalmente, prefiero que me duela algo. No que me duela mucho, se entiende, pero sí lo bastante como para que me resulte imposible olvidar que soy frágil, que tengo que morir, que la plenitud no es de este mundo (ni de ningún otro, que se sepa). Una pequeña dolencia crónica, no demasiado molesta, le obliga a uno a relativizar las cosas y lo mantiene atado a la tierra, al polvo (es decir, al cuerpo). Por alguna razón, yo soy mejor persona cuando me duele algo que cuando no me duele nada (no descarto que estos ataques de bondad estén relacionados con las medicinas, sobre todo las que incluyen alguna porción de codeína, una sustancia que me inclina al bien).
En cualquier caso, tampoco es habitual que no duela nada. Un cuerpo estándar de hombre (1,75 de estatura y 70 kilos de peso) posee más complejidades que un rascacielos de doscientos metros. Los rascacielos disponen de un servicio de mantenimiento preparado para reparar en el acto cualquier desperfecto. Los cuerpos tienen la Seguridad Social, que no es tan solícita como los fontaneros o los albañiles de los hoteles de 400 habitaciones. De ahí la automedicación y, en general, la autoayuda. ¿Que hay una migraña en el último piso? Pues analgésico al canto (mejor con codeína). ¿Dolor en las lumbares? Ibuprofeno a toda pastilla (y perdón por la redundancia). ¿Dificultades con el sexo? Viagra a granel. Y así, mal que bien, vamos tirando.
Con los países sucede algo parecido a lo que ocurre con los cuerpos: que no los notas hasta que no te duelen. Y España lleva una temporada que, con perdón de Unamuno, no deja de dar la lata. Que nos duela un poco no está mal, así somos conscientes de ella. Pero lo de los últimos tiempos, por unas cosas o por otras, es un sinvivir. El problema es que acudes a los médicos (o sea, a los políticos) y a la segunda frase adviertes que no tienen ni idea de nada (ni del diagnóstico ni de las soluciones), están tan desconcertados como uno. Lo malo es que la automedicación, en lo que se refiere a la patria, es verdaderamente peligrosa.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.039 – Verano 1

millas23  Tuve, durante la siesta, una ensoñación en la que ocurría un desastre nuclear al que sólo sobrevivíamos El Corte Inglés y yo. Al principio, como es natural, nos desesperábamos, pero luego, viendo que la vida continuaba, decidíamos incorporarnos a su corriente con la naturalidad que éramos capaces de aportar a una circunstancia tan rara. Así pues, muchos días, al salir de la oficina, donde no habían quedado en pie ni los percheros, iba a los grandes almacenes y compraba cosas precisas e imprecisas, en confuso desorden, como antes de la catástrofe. El establecimiento me atendía con la eficacia habitual en él, con su sonrisa, y si algo no me gustaba me devolvía el dinero, que yo me apresuraba a gastar en otra cosa. Por mi cumpleaños recibía siempre una tarjeta de felicitación. Un día, después de pagar, le pregunté a El Corte Inglés qué tipo de sociedades consideraba él más atractivas, las consumistas o las ahorradoras. Noté que no quería comprometerse, aunque finalmente respondió que las consumistas, pues hacían circular el dinero y con él el oxígeno necesario para el funcionamiento del cuerpo social. Pero yo soy muy perspicaz, no es fácil engañarme, y me di cuenta de que había mentido: El Corte Inglés prefería las personalidades ahorradoras, aunque dependiera de los temperamentos despilfarradores. La existencia es así: a veces uno tiene que vivir de lo que más detesta en sí mismo o en los otros. Regresé a casa preocupado, pensando que los grandes almacenes, tan atentos siempre a mis necesidades, no me querían por mí, sino por mi dinero, lo que me pareció más difícil de sobrellevar que el propio desastre nuclear. Entonces desperté con el hígado bañado en pacharán y escribí a El Corte Inglés manifestándole todas estas dudas. Pero no me ha contestado todavía.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.025 – La llamada

jj millas2  Telefoneó al supermercado para hacer el pedido, pero una mujer respondió que aquello era una casa particular. Colgó lleno de palpitaciones: la voz había abierto en su memoria sentimental una grieta por la que comenzó a salir enseguida una aguja de gas. Volvió a marcar confiando a los dedos la reproducción del error y respondió de nuevo la mujer. Él permaneció en silencio, absorbiendo con los sentidos la atmósfera de la habitación lejana. No se oía la televisión ni la radio: tampoco ruido de niños. Imaginó que vivía sola en un apartamento igual que el suyo y lo reprodujo sin dificultades. Ella, a su vez, callaba. Quizá su voz había levantado también un registro mal cerrado en las sentinas de su memoria. La imaginó con un libro en el sofá.
Durante años había soñado que se encontraban en la calle y ahora, en lugar de sus cuerpos, se cruzaban sus voces, pero la de ella tenía la densidad de un cuerpo. «Diga», repitió al fin, y él paladeó ese «diga» con las membranas del oído, igual que en otro tiempo había saboreado sus muslos con sus dedos. Era un «diga» mojado por la excitación. De manera que también ella vivía sola y los sábados por la tarde leía: tenía la voz de los que se refugian de las horas dentro de una novela. «¿Es el supermercado?», preguntó. «Sí», escuchó al otro lado, tras un titubeo: «¿Qué desea?» Recitó el pedido y al final la mujer añadió que había yogures en oferta. Después de los yogures, no supo continuar. Ella, tampoco, así que dijo que se lo enviarían y colgó sin solicitar la dirección, lo que acabó de delatarla. Telefoneó de nuevo, lleno de remordimientos, pero sus dedos no se atrevieron a equivocarse una vez más. Se habían cruzado, pero después de unos instantes prefirieron simular que no se conocían. Él reprimió un sollozo y, ahora sí, llamó al supermercado.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.015 – Verano 6

millas23  Estaba dando una cabezada después de comer, cuando se acabó el mundo, aunque sobrevivimos a la catástrofe mi pierna derecha y yo. El paisaje era desolador, pero la pierna parecía feliz recorriendo a la pata coja los escombros de la cultura. Toda su vida, aseguraba, no había deseado otra cosa que sentirse libre del resto del organismo para dar saltos a su antojo. Yo admiraba su capacidad de adaptación, pues personalmente sentía que me faltaba algo sin el cuerpo. Ahora era indoloro, incoloro e insípido, y no es que echase en falta las migrañas anteriores al desastre, pero sí la capacidad de tocar, de oler, y las sensaciones de frío y de calor. Un día le pedí que me dejara instalarme dentro de ella, y no dijo que no. Enseguida recuperé el sabor del tacto y de la violencia. Dejaba que el viento peinara mis pelillos y daba patadas existenciales a las piedras. Una vez que uno se habitúa al cuerpo, es muy difícil vivir sin él. No debe de pasar lo mismo con el alma, porque a los pocos días la pierna empezó a quejarse de mi presencia. Por lo visto, le había ido imponiendo unas pautas de conducta con las que no estaba de acuerdo. «Antes -dijo-, dormía cuando quería, como todas las piernas, pero desde que te llevo dentro has impuesto unos horarios muy rígidos, la verdad, no te aguanto.» No era sólo eso, sino que conmigo se había introducido en la carne la moral, y el pie, de súbito, se había vuelto puntilloso. No le parecían bien algunas cosas. En cuanto a los dedos, se habían hecho ateos o creyentes, incluso agnósticos, y discutían todo el rato. Hacíamos mala combinación, en fin, mi pierna y yo, de modo que me salí de ella con lástima, y en ese momento desperté de una siesta pegajosa, pero tardé aún dos o tres horas en entrar en el cuerpo. Cuando lo conseguí, me sentí rechazado por él. Y con razón.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.010 – Las moscas

jj millas2  Estos primeros días de septiembre, en el campo, son duros para los insectos: entran las moscas por la ventana, atolondradas, en busca de un poco de calor, y te das cuenta de que ya están tocadas por la muerte. Una de ellas se coloca sobre la pantalla del ordenador, fascinada por sus reflejos verdosos, y sigue dócilmente la trayectoria del cursor. Las letras van apareciendo a medida que recorre la pantalla, como si fueran producciones de su abdomen. Me hago, pues, la ilusión de que el texto es de ella; quizá sabe que tiene que morir con el frío de una de estas madrugadas de septiembre y quiere contar al universo cómo se soporta una existencia de mierda que por fortuna, sólo dura un verano.
Mala época esta para los insectos: ahora entra por la ventana de mi cuarto una avispa con el abdomen desgarrado por su propio aguijón; seguramente lo ha metido donde no debía. El aguijón de las avispas está preparado para atacar a animales de cuerpo quebradizo, de donde entra y sale con facilidad, pero si pican a un mamífero el arpón queda atrapado entre sus carnes y al intentar sacarlo se abre a sí misma en canal. Tiene los segundos contados esta avispa que vuela atropelladamente antes de caer, arrugada, sobre los periódicos del día.
También ahora, los zánganos de las abejas son expulsados a empujones de la colmena. Quizá recuerden, mientras la intemperie los mata, los mediodías dorados por el sol en que fueron el juguete, sexual de una reina. Septiembre, a menos que seas una reina altiva o una obrera sumisa, te va a poner un nudo en la garganta, ya verás. La mosca responsable de esta columna lo sabía bien: acaba de morir sobre una tecla, de manera que cierro sobre ella, respetuosamente, la tapa de mi ordenador, como si fuera el ataúd que la naturaleza no le da. Buenos días, tristeza.

Juan José Millás
Cuerpo y prótesis. Ed El País. 2001

1.998 – Primer amor

millas23  Había en mi barrio una chica manca a la que sus padres habían regalado un brazo de madera con el que solía jugar como si fuera una muñeca. Le daba de comer y luego lo ponía a dormir sobre una especie de cuna alargada y estrecha en la que la mano hacía las veces de cabeza. Se trataba sin duda de un juego algo macabro al que nos llegamos a acostumbrar, sin embargo, con una naturalidad sorprendente. Pasado el tiempo, todos contribuíamos al cuidado de aquel miembro y a veces gozábamos del privilegio de que la manca nos lo prestara un día o dos. Cuando me tocaba a mí, lo metía en casa a escondidas y dormía abrazado a él: aquella chica me gustaba muchísimo y tuve mis primeras experiencias sexuales con su brazo, más cariñoso que los de carne y hueso que amé después.
(Por si el lector no lo ha advertido, estoy hablando de un barrio muy pobre, en el que ni siquiera había bicicletas. Teníamos, en cambio, varios cojos que nos prestaban sus muletas para hacer los recados.)
Con el tiempo me hice novio de aquella chica y un día, sin haber llegado a pedir su mano, logré que me regalara su brazo. Mi madre, quizá por celos, no se llevaba bien con él y tenía que esconderlo debajo de la cama. Pero por la noche lo rescataba y dormíamos juntos, yo acariciado por su mano torpemente articulada y él protegido por mi cuerpo. Más tarde le puse una manga de seda, muy excitante, que logré coserle con grapas al muñón. Excuso decir que mi interés por la manca decrecía a medida que me enamoraba de su brazo. Finalmente rompimos y ella me exigió que le devolviera las cartas y todos sus regalos, incluida la extremidad. No me pude negar, pues era la costumbre, y desde entonces, aunque he tenido aventuras con otras prótesis, con ninguna he sido tan feliz. El primer amor es el primer amor.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

1.990 – Los dedos

millas23  Como hacía una mañana muy agradable, decidí ir a la oficina dando un paseo. Todo iba bien, si exceptuamos que al mover el pie derecho me parecía escuchar un ruido como de sonajero proveniente del dedo gordo de ese pie; daba la impresión de que algún objeto duro anduviera suelto en su interior golpeándose contra las paredes.
Cuando llegué al despacho me descalcé y comprobé que, en efecto, el sonido procedía del pie y no del zapato. Observé el dedo gordo desde todos los ángulos por si tuviera alguna grieta o ranura que permitiera asomarse a su interior, pero choqué con una envoltura hermética, repleta de callosidades y muy resistente a mis manipulaciones. Finalmente advertí que la uña actuaba como tapadera y que se podía quitar desplazándola hacia adelante, igual que la de los plumieres. De este modo, abrí el dedo y vi que estaba lleno de pequeños lápices de colores que se habían desordenado con el movimiento. Los coloqué como era debido y luego me entretuve con los otros dedos, cuyas tapaderas se quitaban con idéntica facilidad. En uno había un cuadernito con dibujos para colorear. En otro, un sacapuntas diminuto; en el siguiente, una reglita; por fin, en el más pequeño, encontré una goma de borrar del tamaño de un valium. Saqué el cuaderno y un lápiz para pintar, pero en ese momento se abrió la puerta del despacho y apareció mi jefe, que se puso pálido de envidia y salió dando gritos. La verdad es que yo no había tenido la precaución de colocar las uñas en su sitio y me pilló con todas las cajas de los dedos abiertas. Por taparlas con prisas me hice algunas heridas y me han traído al hospital. Ahora estoy deseando que me manden a casa para mirar con tranquilidad lo que tengo en los dedos del pie izquierdo, porque cuando lo muevo suenan como si hubiera canicas de cristal.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011