3.106 – Historia de la basura

millas23  Todos los días, mientras desayuno, pasa por delante de mi ventana el camión de la basura. Somos muy puntuales el camión y yo, cada uno a lo suyo. Yo lo contemplo con cierta melancolía, porque pienso en la historia de la basura y así, sin darme cuenta, doy un repaso también a mi existencia. No siempre se han depositado los desperdicios en bolsas de plástico. Cuando yo era pequeño, el cubo se forraba por dentro con papeles de periódico. Pero era un arte hacerlo de tal manera que al volcarlo salieran las inmundicias formando un solo cuerpo. Cada uno lo volcaba donde podía. Cerca de mi casa había un descampado donde yo iba a vaciar el nuestro y a espiar a una huérfana, una trapera, que iba a ver si se nos escapaba entre las porquerías algo de valor. En aquellos tiempos una monda de naranja podía ser un tesoro. Pero como yo estaba enamorado de la huérfana, a veces metía entre las cáscaras una naranja entera, la de mi postre. Mi postre era verla reír.
Luego, un día, llegaron a casa unos señores de uniforme que le hicieron firmar a mi padre unos papeles. En la comida me enteré de que en el futuro se haría cargo de la recogida de basuras un camión del Ayuntamiento. Recuerdo que mi padre elogió mucho aquel avance; según él, el progreso se notaba en cosas así. Nos explicó que en Suecia las autoridades recogían por la mañana las inmundicias domésticas para incinerarlas por la tarde. A mi me habían contado esa semana en el colegio que en Suecia la gente se suicidaba mucho, porque no era feliz a pesar del nivel de vida, así que decidí que también yo me daría un tiro si el precio el progreso consistía en no volver a ver nunca a mi huérfana.
Desde entonces siempre pensé que era el Ayuntamiento el que se hacía cargo de la recogida de las basuras. Y resulta que no: esta semana me he enterado de que lo hace una empresa privada llamada Fomento de Construcciones y Contratas que, para más señas, es de las hermanas Koplowitz. La verdad es que me he quedado perplejo: no podía imaginar que Alicia y Ester vivieran de la recogida de basuras, igual que la niña aquella de mi infancia. Pensé que los Albertos las habían dejado en mejor situación, o que les pasarían al menos una pensión digna. Y no se han conformado con reducirlas a esa condición: según leo en el periódico, han intentado quitarles también el humilde negocio de las basuras. O sea, que el Ayuntamiento sacó recientemente a subasta la cosa, y ellos presentaron una propuesta para hacerse con el negocio. Afortunadamente, por una vez ha triunfado la justicia y las hermanas Koplowitz se han hecho con el contrato. El trabajo es muy duro, pero eso les permitirá vivir dignamente, sin tener que pedir nada a nadie.
Para mí, en cierto modo, esto ha sido como regresar a la infancia. Ahora, por la mañana, mientras contemplo por la ventana el camión de la basura, me acuerdo de aquella niña huérfana y me hago la fantasía de que ha crecido, convirtiéndose en dos. Esto no es raro: hay mucha gente que se divide cuando crece. Lo raro es volver a vivir con esta intensidad la infancia. El cubo de la basura ha cobrado de nuevo un significado especial. No se me ocurre tirar en él cosas húmedas, qué asco. Y los cartones de leche desnatada los friego con Fairy antes de deshacerme de ellos, igual que los envases de yogur. En fin, procuro que mi basura esté muy limpia para que Alicia y Ester no le hagan ascos. Y de vez en cuando, si ando bien de dinero, meto dentro un regalo, no una naranja, que hoy día una naranja la tiene cualquiera, sino un libro de poemas encuadernado en piel, o un perfume. Detalles. En cuanto a los posos del café, me los como porque oscurecen mucho la basura.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.098 – La sopa

jj millas2  Me compré en la Feria del Libro un diccionario de citas y estoy asombrado de la cantidad de sentencias trascendentales excretadas por la humanidad a lo largo de su historia y de lo poco que nos han servido. Pero lo que más me extrañó fue no dar con la frase «la sopa está fría». .O su contraria: «La sopa está caliente». Crecí oyéndoselas a mi padre y no he olvidado el fatalismo con que las pronunciaba. Quizá no pretendía tanto culpar a mi madre de la situación como constatar un hecho objetivo, pero trágico: como cuando te asomas a la ventana y dices: ha habido un terremoto.
De ello deduje a muy temprana edad que la sopa sólo puede estar fría o caliente, o sea, que carece de estados intermedios. Siempre que las personas moderadas intentan explicarme que en la vida no todo es blanco o todo negro, sino que entre ambos hay una gama de grises, yo contesto: «Sí, sí, de acuerdo, pero la sopa sólo puede estar fría o caliente». Y si no se convencen añado que a su vez puede tener pelo o no tener pelo. Sería absurdo decir: esta sopa tiene muchos pelos. O pocos pelos: basta con que tenga uno para que sean muchos. Se demuestra de este modo que la sopa es un alimento muy radical en el que con frecuencia me veo reflejado.
Pues bien, no di con estas máximas fundamentales. A decir verdad, la sopa es muy poco citada, aunque encontré una frase de Hemingway que merece la pena: «Un idealista es un hombre que, partiendo de que una rosa huele mejor que una col, deduce que una sopa de rosas tendría también mejor sabor». Se trata de una cita excelente: lo malo es que viene en el apartado de ideales porque ni siquiera hay una sección de sopas. Un error: uno ha aprendido a leer con la de letras, y gracias a ello todavía es capaz de distinguir una palabra fría de otra caliente. Tomen nota los autores.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.076 – Inestabilidad

jj millas2  Nos encontrábamos ya cerca de mi casa, cuando el taxista fue avisado por un colega de que había en nuestro camino un control de alcoholemia. Como resultara imposible dar la vuelta o escapar por una calle lateral, el conductor me confesó que llevaba dos copas, pues había comido con unos amigos de la infancia a los que hacía años que no veía. «¿Y qué quiere que le haga?», pregunté. «Que se ponga al volante —respondió—, como si usted fuera el taxista y yo el pasajero.» Me pareció una propuesta absurda a la que respondí con una sonrisa de desconcierto. Mientras sonreía, vi en sus ojos, a través del espejo retrovisor, un movimiento de pánico que produjo también en mí alguna inquietud. En cuestión de segundos me puso al corriente de su situación, responsabilizándome del drama familiar que se le vendría encima si le retiraban la licencia. Aunque intenté defenderme, lo cierto es que al cabo de un momento, dada mi debilidad de carácter, estaba al volante del taxi, con el conductor detrás.
Alcanzado el control, un guardia hizo señas de que nos echáramos a un lado. Luego se acercó, me informó acerca de sus propósitos y me pidió que soplara, lo que hice con miedo, pues aunque no había bebido creo que el organismo puede, en situaciones de estrés, producir todas las sustancias existentes. Por fortuna, estaba limpio y me dejaron seguir. Como no era cuestión de detenerse a unos metros del control para realizar el cambio, y dado que mi domicilio se encontraba muy cerca, continué conduciendo hasta el portal, donde el taxista, tras mirar el contador, sacó un billete, me lo dio, abrió la puerta, salió del coche y se metió en mi casa, todo con una rapidez tal que no fui capaz de reaccionar. Además, apareció enseguida otro cliente que me pidió que lo llevara a toda mecha al aeropuerto. Qué inestable es la realidad, pensé arrancando.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.060 – La corrección en el lenguaje

millas23  Un chico y una chica muy jóvenes, de instituto, discutían acaloradamente en el metro. Me acerqué disimuladamente a ellos en el momento en el que la chica decía:
—¿Y por qué las mujeres tenemos que tomar somníferos en lugar de somníferas? Lo lógico es que hubiera somníferos para hombres y somníferas para mujeres.
—Eso es lo mismo que decir que los hombres deberíamos tomar aspirinos en lugar de aspirinas. Pues mira, yo me he pasado la vida tomando aspirinas y soy tan hombre como el que más.
—Ya está. Si no te sale el macho no te quedas contento. Naturalmente que los hombres deberíais tomar aspirinos. Yo, si algún día tengo hijos, les daré aspirinos, del mismo modo que a las hijas les administraré antibióticas cuando les haga falta.
—Y los chicos se sentarán en sillos en vez de en sillas, me imagino.
—Pues sí, se sentarán en sillos y dormirán en camos y comerán el sopo, no la sopa, con cucharos. Las cucharas son para las mujeres.
—Tú estás loca. Vete al psiquiatra.
—Y tú al psiquiatro.
El tren se detuvo, se bajaron y yo continué perplejo cinco estaciones más pensando que la chica llevaba razón. ¿Cómo era posible que una lengua tan sexuada como la nuestra cometiera unos fallos, o quizá unas fallas, de ese calibre? Todo el mundo, muy pendiente de que los niños no jueguen con muñecas ni las niñas con tanques, y sin embargo se obliga a las mujeres a viajar en el metro (en lugar de en la metra) y a los hombres a subir al tranvía (en lugar de al tranvío).
Angustiado por esta imperfección que acababa de descubrir en mi lengua materna (perdón, en mi lenguo materno), miré alrededor y vi a una chica leyendo un libro, lo que me pareció una perversión (debería leer una libra) y a un hombre rascándose la rodilla, cuando lo suyo es que se rascara el rodillo y así sucesivamente.
Llegué a casa (a caso en realidad) y le dije a mi mujer que todo estaba patas arriba. Cuando le expliqué por qué me miró de un modo raro y me pidió que hiciera unas tortillas para la cena.
—Unos tortillos, si no te importa —le respondí—, puesto que me voy a ocupar yo del asunto. Si quieres tortillas, las tendrás que hacer tú misma.
Por la noche, la oí hablar con su madre por teléfono (por teléfona, para decirlo con propiedad), y tuve la impresión de que me criticaba. Al día siguiente, se fue de casa, dejándome una nota en la que me pedía que no intentara localizarla. Le daba miedo («o mieda, por emplear tu lenguaje») vivir conmigo. La echo de menos, pero no podría estar con alguien que se expresara tan mal como ella. Así es la vida, o el vido, qué le vamos a hacer.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.053 – Juegos de palabras

millas23  Astenia primaveral y tarjeta de visita son dos expresiones hechas y, en esa medida, algo vacías. En cambio, si las cruzamos obtenemos astenia de visita y tarjeta primaveral.
—Pero astenia de visita no quiere decir nada. Y tarjeta primaveral tampoco.
—Pero están llenas de algo.
—No lo entiendo.
—De acuerdo, probemos con resplandor glacial, que se utiliza mucho para describir la luz de la Luna, y paraíso fiscal, que sale todos los días en la prensa. Cruzándolas adecuadamente dan paraíso glacial y resplandor fiscal.
—Eso ya va teniendo más significado. Puedo imaginar un cielo del tamaño de un congelador, con un dios de hielo sentado sobre un paquete de delicias Findus. También puedo concebir un titular de periódico como este: «Hallado un resplandor fiscal en un paraíso glacial».
—O sea, que vamos entendiéndonos. Crucemos ahora aire indolente con choque emocional, que arrojan el siguiente resultado: aire emocional y choque indolente.
—Yo tuve un amigo que tenía un aire emocional.
—¿Y has tenido noticia de algún choque indolente?
—Pues también, la verdad. Un día, me embistió un coche de ese modo, como sin ganas, en plan perezoso. Sin embargo, me practicó un siniestro total.
—¿Un siniestro total a causa de un choque indolente?
—Lo que te digo.
—Prueba a cruzar las dos expresiones, a ver qué sale.
Siniestro indolente y choque total. —¿Qué te parece la nueva combinación?
—Bien, fue eso más o menos.
Hay quien cruza un mastín con un bulldog y se asombra del resultado. Pero las palabras también tienen una capacidad reproductora increíble. Mezclen Alvarez Cascos con Miguel Angel Rodríguez y verán cómo les sale López Amor. Por eso han corrido los tres la misma suerte.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.012 – Continuará

j j millas  ¿Recuerdan a aquel individuo al que trasplantaron hace dos años la mano de un cadáver? Seguro que sí. No nos desayunamos con noticias tan biodegradables cada mañana. Durante todo este tiempo, los periódicos han venido informándonos de los progresos de esa mano. Un día, sus dedos golpeaban las teclas de un piano. Al poco, podían atar los cordones de un zapato. También habían aprendido a entrecruzarse con los de la mano contraria, en un gesto parecido al de la oración… Se trataba de una mano inteligente, en fin, que incluso escribía, aunque no nos dijeron si prosa o verso, novela o ensayo, biografía o humor. ¿Qué puede escribir la mano de un cadáver?
Nadie ha vuelto del mundo de los muertos para decirnos si hay vida al otro lado, y de qué tipo. Nadie ha vuelto, excepto esa mano que llegó a estar enterrada, que acarició la seda del ataúd, el tejido de la mortaja, la oscuridad reinante debajo de la lápida. Quizá cuando esa mano fue arrebatada a un muerto para colocársela a un vivo, había conocido ya los placeres de la caricia de ultratumba. Es posible que se hubiera enamorado de un esqueleto, de un alma, de una momia. Tal vez, cuando le pusieron un bolígrafo entre los dedos, esa mano empezó a escribir un diario terrible sobre los sufrimientos que comporta regresar a la vida. O tal vez sólo escribía recetas de cocina para difuntos. No sabemos lo que comen los muertos. Ninguno ha regresado para decírnoslo. Pero quizá esa mano tuviera un instinto periodístico y después de atar los zapatos para satisfacer al respetable, se pusiera a describir los ingredientes de una paella para cuatro cadáveres.
No sabemos qué escribió, la verdad, cuando le pusieron una cuartilla delante. El caso es que el receptor, que vive en Australia, ha viajado hasta Lyon, donde se produjo el trasplante, para pedir de rodillas a los médicos que se la quiten. «No puedo ni verla», ha dicho. Pero los médicos han respondido que santa Rita Rita, lo que se da no se quita, y que el trasplante ha sido un éxito. Más que un éxito, yo diría que ha sido un best seller, pero un best seller de literatura de terror. Continuará.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.941 – Diario

j j millas  «Esto es inaudito», dijo mi marido mientras desayunábamos, delante del niño, refiriéndose a una noticia de la radio. Él jamás había utilizado esa palabra, inaudito, así que me quedé sorprendida, y un poco preocupada, como cuando los hombres cambian de colonia, de ropa interior o de peinado. No dije nada, pero esa noche, mientras cenábamos, volvió a repetir el término. Esta vez estaba prevenida y vi todo el recorrido de la palabra, desde la garganta oscura hasta el borde de los labios, como cuando sorprendes a una cucaracha apareciendo por el sumidero del bidé. Abrió los labios en forma de grieta, y repitió: «Esto es inaudito, inaudito.» El segundo inaudito no salió del todo. Asomó las antenas y se escondió debajo de la lengua, como si algo le hubiera asustado.
Aunque la palabra inaudito viene en el diccionario, apenas significa nada, sobre todo cuando la repites muchas veces seguidas, inaudito, inaudito, inaudito… Es un ruido, y un ruido molesto, para decirlo todo. Temí que se le quedara al niño en la cabeza y luego se le escapara en el colegio, por lo que le pedí que no dijera esas cosas delante de su hijo. «¿Qué cosas?», preguntó con cara de extrañeza. «Ya sabes, inaudito», dije y comprobé que me retiraba la mirada avergonzado. Entonces, para hurgar en la herida, comenté que en esta época, con el calor, empiezan a deambular toda clase de insectos por los desagües a menos que se desinfecten. «Así que haz gárgaras con agua oxigenada, o con lejía. No quiero ver el inaudito ese entrando por la oreja del niño. Y me da asco verlo salir de tu boca. Un poco de higiene, por favor.»
Al día siguiente le llamé al despacho y hablé con su secretaria porque él estaba reunido. «Es inaudito que se reúnan a estas horas», comentó ella y comprendí que acababa de descubrir el nido de los inauditos. Por la noche, después de que el niño se acostara, hablé con mi marido y le dije que las cochinadas que hiciera con su secretaria eran cosa suya, pero que no estaba dispuesta a que me llenara la casa de inauditos. Seguramente di en el clavo, porque se puso rojo. Pero ayer, intentando describirme a su jefe, le salió por la boca un «impertérrito». Este hombre no tiene arreglo.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.935 – El que jadea

millas23  Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo al otro lado de la línea.
-¿Quién es? -pregunté.
-Yo soy el que jadea -respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
-¿Quién era?
-El que jadea -dije.
-Habérmelo pasado.
-¿Para qué?
-No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
-No te importe -decía-, resopla todo lo que quieras, hijo. A mí no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
-No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
-Se lo voy a contar a tu mujer -respondió en tono de amenaza-. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
-Tampoco es para ponerse así -dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos-. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
-Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
-Se ha ido a misa.
-Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
-¿Quién es? -preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
-Soy el jadeador -dije con naturalidad.
-Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
-Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.

Juan José Millás
Cuentos de adúlteros desorientados. Ed. Lumen. 2003

2.906 – Hacer manitas

jj millas3  En la mesa de al lado dos estudiantes (chico y chica) mantenían una discusión gramatical. Él se quejaba de que la palabra objeto no tuviera femenino y ella de que el término cosa careciera de masculino.
-Para mí -decía el chico-, una cajetilla de tabaco no es un objeto, sino una objeta.
-Pues para mí -aseguraba la chica- el pene no es una cosa, sino un coso.
-Si te empeñas en llamar coso al pene -replicaba el joven-, comenzaré a llamar objeta a la vagina.
-Pues te equivocarás: la vagina no es una objeta, ni siquiera una cosa, a ver si distingues.
La llegada del camarero con sus refrescos y mi gin-tonic de media tarde los hizo callar. Cuando se quedaron solos de nuevo ninguno fue capaz de retomar la conversación. Yo di un primer sorbo a mi copa fingiendo permanecer ensimismado en mis asuntos (quizá en mis asuntas), pero atento a la posibilidad de que reanudaran aquella interesante conversación lingüística. Tras un rato de silencio ominoso (qué rayos significará ominoso), la chica dijo:
-¿En qué piensas?
-En nada -respondió el chico.
-Estoy segura -replicó ella- de que la primera persona que habló fue para mentir, como tú ahora.
-¿Y qué mentira dijo?
-«Yo no he sido.» Vamos, es que no me cabe la menor duda de que el lenguaje se inauguró con esa frase o una parecida: «Yo no he sido.»
-A lo mejor -añadió el chico-, la primera persona que pronunció una frase entera fue para decir «te quiero».
-¿Me estás diciendo que me quieres?
-He dicho que a lo mejor fue la primera frase de la humanidad.
-Pero ¿me quieres o no me quieres?
El chico miró a su alrededor, por si hubiera alguien escuchando, y dijo en voz baja que sí, que la quería, pero que no volviera a llamar coso a su pene. Ni tú objeta a mi vagina, concluyó la chica. Y se pusieron a hacer manitas.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

2.887 – Un fallo

jj millas2  Han descubierto en los ordenadores un defecto gracias al cual usted podría, a través del suyo, entrar en el disco duro del mío y comerse mi Menú, además de hacerse sus necesidades en Mi Maletín. Puede usted, en fin, invadirme, entrar en la novela que tengo a medias y cambiarle el argumento o quitárselo. Tampoco le sería difícil, aunque no le creo tan generoso, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano, volcar en mis archivos una obra maestra mientras yo me dedico a la meditación trascendental. El fallo informático en cuestión es deslumbrante, como todos los errores, y abre una grieta insospechada a la solidaridad o a la barbarie. La noticia ha tenido poca repercusión porque la gente no cree todavía mucho en la cibernética, e incluso a quienes tienen ordenadores les parece increíble que, mientras ellos duermen, un señor de Zamora esté manipulando su Fastopen. Pero imagínense que un error de fabricación en las neveras permitiera que yo me introdujera en la suya. En otras palabras, que abre el refrigerador y ve que de la pared del fondo sale una mano que toma un yogur y desaparece con él como por arte de magia. Seguramente se llenaría de pánico, hasta advertir al menos que a través de una rendija del suyo puede usted alcanzar las viandas del mío. Más aún, imaginemos que un error en la fabricación de las camas diera lugar a que con una sencilla operación pudiera usted aparecer en la de su vecina y viceversa. El escándalo haría época y sería titular de primera página en todos los periódicos. Sin embargo, la noticia de los ordenadores ha aparecido en un borde de la sección de «Sociedad», como si careciera de importancia. Lo que revela la poca fe que tenemos en el disco duro, al que confiamos sin embargo nuestra cuenta corriente y nuestro diario íntimo. Qué raro.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011