1.997 – Isla Isabel

javier_ximens  Era hermosa de cintura para arriba, quizás la más lozana de las mozas, pero una enfermedad infantil le había dejado las piernas quebradas. En la treintena tuvo un hijo. Su padre dijo que la había forzado un vagabundo que pasó la noche en el pajar. Nadie vio al forastero. Su madre calló. Isabel, sin embargo, anheló el hijo.
Cuando las mujeres de rosario le quitaron el niño fruto del pecado y lo entregaron en el hospicio de Talavera, ella se marchó a dos leguas de la aldea y se puso a llorar. Poco a poco se fue formando una laguna a su alrededor. En el centro, donde Isabel soportaba su pena, brotó una isla de sal. Allí vivió muchos días, los pájaros le llevaban la comida y el rocío el agua. Los escasos vecinos que pensaron en ir a socorrerla desistieron para no desatar la ira y ser también desmembrados del pueblo.
Un día dejó de llorar. Ante el recelo de que desapareciera la laguna, las frecuentes oraciones y el sacar a pasear los santos trajeron las lluvias. Diluvió. Al descampar, Isabel no estaba. La isla permanece. Espera.

Javier Ximens
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1.981 – Benicia, Justino y los mercados

javier Ximens  Sentado en el verraco de granito que se trajo su padre de Torralba de Oropesa y que hace las veces de poyete junto a la puerta de la casa, Justino ojea el periódico que está en el suelo. Pasa las páginas con el bastón. A esa distancia solo puede ver los santos y las letras gordas.
—Afirman los americanos que nuestros bancos, mercados y bonos son basura —informa a Benicia, que justo en ese momento monda patatas y recuerdos en la pila de lavar.
—En lo de los abonos quizás tengan razón —responde Benicia acordándose de las aceitunas—, que a mí el aceite no me sabe igual desde que fumigamos los olivos. Sin embargo, en el mercado de Talavera buenas hortalizas que hay. Y en lo de los bancos —señala con el cuchillo al granito— es porque no han visto donde estás sentado —dice socarrona.
—No, mujer, si se refieren a los dineros —aclara el lector de la prensa bastonada, pero Benicia apenas escucha pues está recordando a los americanos de La diligencia, que montados en el balcón del ayuntamiento disparaban a los indios que los perseguían desde la ventana de la botica.
Justino pasa a garrotazos las páginas de economía y fútbol y al llegar a las de anuncios por palabras las enumera en silencio.
—Estas son las que de verdad indican el estado del mercado: a más páginas, más miserias —asevera con voz labrada.
—¿Y América por dónde cae? ¿Por el alba? —pregunta Benicia, que una vez peladas las patatas (como si fueran cabelleras) se ha puesto a quitar las pequeñas picaduras con la punta del cuchillo.
—Por el ocaso —Y Justino señala con la garrota hacia la zahúrda.
—Me lo barruntaba —responde su mujer. Luego, coge las mondas y las lleva al cubo de la basura.

Javier Ximens
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1.968 – El ardor de las palabras

javier Ximens  Después de unos años creando el poema destinado a declarar su amor a la joven viuda —ahora ya madura—, por fin lo tenía acabado, quedándole tan solo decidir si en el verso mil seiscientos treinta era mejor poner una u otra palabra, cuestión esta a la que se consagraba durante las tres últimas semanas.
Se sentía muy gozoso de haber hallado las locuciones precisas para sus cabellos sedosos, las cejas escarzanas, la recoleta mirada, el fulgor de su sonrisa, la constelación de lunares del cuello, su exuberante castidad, los gestos de gala y así hasta las uñas de los pies: de nácar irisado. Dudó mucho con los pechos, pero se dijo que debía ser decidido y los adjetivó como melíferos. Sin embargo, estaba dubitativo hasta la extenuación para escoger la palabra adecuada al sentir de su propio corazón.
Una mañana que paseaba por el parque reflexionando sobre las pasiones que se abrirían o cerrarían por la decisión, le avisaron de que su casa estaba ardiendo. Al llegar a la devastada vivienda y ver los manuscritos calcinados, continuó preguntándose —ahora ya sin sentido alguno— si era más preciso decir que había sido el fuego o la llama.

Javier Ximens
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1.955 – La hora de las hoces

javier Ximens  La tripa se me ha hinchado, al principio lo achaqué a las cervecitas que me tomaba en las largas jornadas sin trabajar. Se acabó el dinero, ya no bebo, pero la barriga se sigue inflando. Debe de ser contagioso pues a mis hijos les ocurre lo mismo. María, sin embargo, ha perdido muchos kilos, durante unos meses ha vuelto a estar joven, pero no se ha mantenido, ya apenas tiene pechos y se le notan las costillas.
Vuelven los tiempos de mesas camillas, braseros, cabrillas en las piernas, sabañones en las orejas, bufandas en casa, luces de diez vatios y Ustedes son formidables. Vuelven las raciones de pan con dedo, las sopas de gallina, el cuartillo de leche y el mañana se lo paga mi madre. Vuelven los dones, don Tal y don Cual, la misa del domingo, la confesión de nuestros pecados y el deme algo por caridad.
Después de unos meses de espera nos han dado hora para el médico de la Beneficencia. Lo que son las cosas, ni nos ha reconocido, ni diga treinta y tres, ni tosa, ni nada de nada. Nos ha entregado una estampita a cada uno —a mí de Escrivá de Balaguer, a María de la Virgen del Rocío, los niños miran con ansia una del Cordero Pascual—, y que les recemos tres veces al día, cada ocho horas, y que si no notamos mejoría nos acerquemos a Cáritas, que allí quizás puedan hacer algo por nosotros y que pase el siguiente.

Javier Ximens
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