Después de pasar toda la noche braceando en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste, lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción -el objetivo estaba cada vez más cerca-, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aún si cabe, ahora con más rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser porque su mujer entró en la habitación, vistiendo una raída bata de color fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez para ayudarle en las tareas domésticas.
El hombre, incapaz de seguir escuchando la voz agreste de su malhumorada esposa, por la que ya no sentía sino hastío, se tapó los oídos y hundió el rostro en la vivificante arena.
Categoría: Francisco Rodrigez Criado
1.058 – Mendel, de la calle Market
Mendel, el pintor que vivía en la calle Market, había convencido a un amigo labriego, viejo y achacoso como él, para que le cortara la oreja izquierda. Mendel era sordo de ese oído desde los ocho años, secuela de unas fiebres mal curadas; así que pensó que no tenía nada que perder. Después de la «hazaña» su fama de autor maldito recorrería todo el país y sus cuadros, por fin, serían apreciados en su justa medida. ¿Qué tenía Van Gogh que no tuviera él? «Guardaré la oreja en la nevera e invitaré a grandes personalidades de la cultura a que vengan a admirarla», le dijo a Moshe, que era el nombre del labriego. Éste se encogió de hombros, alzó la hoz y cortó la oreja de un tajo limpio. Aunque la amputación resultó un éxito, el tiempo se encargó de arruinar las previsiones del pintor. Los galeristas seguían rechazando sus obras; su mujer, harta de sus extravagancias, lo abandonó; y sus hijos Yoshua y Lea, avergonzados, optaron por negarle el saludo. Era increpado por unos y otros; los niños le perseguían por la calle y entre burlas coreaban: «Mendel el loco, Mendel el loco»; el rabino alzó las manos e invocó al Todopoderoso pidiendo perdón por su «alma extraviada»; los acreedores le reclamaban a voces el pago de sus deudas. Por si fuera poco, un funcionario del juzgado le había amenazado con el desahucio. La palabra «idiota» estaba en boca de todos. Ante estos reproches, Mendel, con aire de no entender nada, se mesaba su larga y canosa barba y sonreía más feliz que nunca : Moshe, pobre ignorante, le había sajado la oreja equivocada.