Cuento nocturno

A lo lejos se escucharon doce campanadas. Arriba, la luna se distraía mirando las nubecitas negras que pasaban a su lado. Abajo, entre las lápidas, dos espectros hablaban entre sí.
—No me vas a creer, pero tuve un sueño —dijo uno de los fantasmas. El otro lo miró con sus ojos muertos inundados de incredulidad. De su boca salió un suspiro.
—No puede ser —dijo lanzando un aliento de ataúd apolillado.
—Soñé, te lo juro. Ayer al mediodía, en el panteón. Soñé.
—¿Qué soñaste?
—Soñé que estaba vivo, y no sé por qué soñé eso. ¿Serán nostalgias de mi otra vida?
—No, no creo —dijo el otro cadáver, y agregó, espantado—: Temo que sea una premonición.
 
Julio César Parissi

Las ocurrencias del increíble Mulá Nasrudín

Un hombre pidió a Nasrudín dinero en préstamo. El Mulá pensó que no lo recobraría jamás, pero de todas maneras le dio dinero.
 
Para su sorpresa, el hombre no tardó en devolverle el préstamo. Nasrudín se quedó pensativo.
 
Algún tiempo después el mismo hombre le pidió nuevamente dinero prestado diciéndole: «Tú sabes que yo cumplo, pues te he devuelto tu préstamo la vez anterior».
 
-Esta vez no, bribón -rugió Nasrudín-; me engañaste la vez pasada cuando creí que no me lo devolverías. No te saldrás con la tuya por segunda vez.

Idies Shah

El monte

 Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba. La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.

Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desparecido.

Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas.

—Ya te decía yo —le dijo a su mujer.

— Pues es verdad. Así podremos ir más deprisa a casa de mi hermana.

Max Aub

 

¿Como ocurrió?

Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
     -En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…
 Pero yo había dejado de escribir.
     -¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
     -Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
     -No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)-. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años?
     -Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro -dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
 Para entonces yo había dejado el estilete sobre la mesa.
     -¿Sabes cuál es el precio del papiro?- dije.
     -¿Qué?
 Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.
     -Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabaran cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tu tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
 Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
     -¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
     -Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran público.
     -¿Qué te parecen cien años?
     -¿Qué te parecen seis días?
     -No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
     -Ése es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
     -Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio…
     -¿De veras han de ser solo seis días, Aarón?
     – Seis días, Moisés -dije firmemente.

Isaac Asimov