Al principio no entendí por qué me había mandado llamar, pues hacía más de doce años que estábamos divorciados. Nunca quiso aceptar nuestra separación y siempre trató de responsabilizarme de sus penurias, sus desamores, sus amarguras. Tampoco fue fácil para mí sobreponerme a la soledad. El penetrante olor del hospital me trajo a la memoria otras agonías, otros muertos, otras pesadillas.
En la penumbra de la habitación distinguí el brillo exangüe de sus ojos, y me enfrenté a la mirada líquida de aquel cráneo árido y verdoso, vagamente familiar. ¿Qué puedo hacer por ti?, pregunté tragando saliva. Entonces encendió la luz.
Cualquier semejanza con el rostro que alguna vez amé había desaparecido para siempre, y no tuve más remedio que huir cuando las negras encías de aquella atrocidad insinuaron una perversa sonrisa, pues comprendí que me había llamado para que su recuerdo me acosara mientras viviera.