3.281 – Conexión

    “Clara, con su cuerpo enredado entre las sábanas, exhala el humo del cigarrillo. El aroma a tabaco inunda la habitación”, leí en una página de aquella novela que me había llevado a la cama. “’Toma nota de mi teléfono:6076784539, dijo Clara”. No sé por qué lo hice, pero marqué el número. Me sentí estúpido. ¿Qué hacía llamando a un personaje de ficción? “Soy Clara, esperaba tu llamada”, dijo una voz rasgada. “Acabo de leer el cuento en el que marcas mi número”, añadió despacio. Una bocanada de Malboro apareció en el lado derecho de mi cama, anegándolo todo.

Manu Espada

3.280 – Verdades inútiles

    Hay cerca de la urbanización un viejo agricultor, ya jubilado, que conserva una gallina. Por la tarde, los veraneantes acuden con sus hijos pequeños para mostrarles el animal y revelarles de dónde vienen los huevos, pues normalmente creen que vienen de la nevera. Los padres lo hacen con la mejor intención, convencidos de que ese conocimiento será enriquecedor para sus vástagos, pero lo cierto es que éstos regresan a casa espantados y no vuelven a probar un huevo frito hasta la universidad. La situación se repite desde hace tres o cuatro años sin que las autoridades prohíban al agricultor tener esa gallina de carne al aire libre.
A veces, discuto con estos padres poseídos por un afán educador absurdo. Después de todo, resulta más verosímil (y también más higiénico) que el huevo proceda de la nevera que del culo de ese frenético animal, que quizá no sea de este mundo. Está la cuestión de la verdad, claro, pero todos sabemos que sólo hay algo peor que una mentira: una verdad inútil, y ésta lo es. Por si fuera poco, tras dos horas de discusión, cuando el crío se rinde y acepta por fin que tal vez el huevo proceda de la gallina, no hay modo de evitar que pregunte de dónde viene la gallina. Y ningún padre tiene las agallas suficientes para colocar a su hijo frente a la realidad desasosegante del círculo vicioso.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.279 – La balada de Herbert y Margaret

   Margaret lanzó una altiva y definitiva mirada a Herbert. Herbert luchó inútilmente contra ese sentimiento de vergüenza que le estaba acorralando y le hacía sentir que se hundía en el asfalto. Luego se dio cuenta de que había metido los pies en unas arenas movedizas que pasaban por allí.
–No quiero volver a verte –dijo Margaret–. Al menos espero que te cambies ese ridículo peinado.
Las palabras retumbaron en los oídos de Herbert como bombas atómicas, muy atómicas. No comprendía tanta crueldad. ¿Acaso Margaret ya no lo quería? ¿Acaso ya no le gustaba su peinado, del que siempre decía que sobresalía sobre las cosas hermosas del mundo? Está bien, quizás nunca había dicho eso, o no con esas palabras, pero… ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué el mundo se venía abajo de esta manera tan terrible? No había palabras. Herbert colocó en Margaret una suplicante mirada llena de lágrimas, tan patética como inútil, balbuceó algo sin sentido, y se alejó tristemente, mirando al suelo, dando patadas a las piedras y a algún que otro niño.
–Está bien –pensó Herbert con todo el dolor de sus entrañas–. Ahora me iré a casa y escribiré cosas en mi diario. Cosas muy malas sobre ella.
Como Herbert no tenía diario, tuvo que empezar uno. Se sentó y comenzó a poner en práctica su plan de venganza, pero esto no calmó su sensación de desamparo. Por el contrario, sólo consiguió que apareciese un absurdo sentimiento de culpa. Reprimió sus deseos de golpear la cabeza contra la pared, pero terminó lanzando el recién estrenado diario por la ventana. ¿Qué podía hacer ahora? Bajar a recuperar el diario, eso desde luego, pero ¿es que iba a pasar el resto de su vida pensando en Margaret, encarcelado en un torbellino de lamentos y soledad, compadeciéndose de sí mismo miserablemente? Sí, bueno, no era mala idea, pero tal vez hubiera otras soluciones… Rápidamente se abalanzó sobre el teléfono y comenzó a marcar. Colgó cuando se dio cuenta de que había pulsado cincuenta números y no estaba logrando nada. El desasosiego se apoderaba de Herbert como un depredador de una presa fácil e indefensa. Las paredes de su cuarto lo cercaban y el pasillo de su apartamento se volvía laberíntico por momentos. Por fin, en un rapto de decisión surgido de algún bolsillo de su camisa, salió de su casa. En su atormentado espíritu había nacido una chispa de determinación que le hizo precipitarse a la calle, poniéndose su anorak en pleno verano, avanzar sin titubeos en busca de su destino, recomponer su orgullito quebrado, y sin volver la vista atrás, tomar las riendas de su agitada existencia.
Dieron las seis en punto cuando Herbert abrió la puerta de la peluquería.

Carlos Varela

3.278 – Jerseys y cazadoras

    En el armario familiar las cazadoras de mi padre abrazaban los jerseys de mi madre, y los tacones de ella pisaban las botas de él. Al cabo de unos años, lo cambiaron y compraron uno de dos cuerpos, y de paso sustituyeron la cama matrimonial por dos colchones de látex. Ahora cada uno tiene su propia habitación, su propio armario, y sus calcetines se enredan, muy de vez en cuando, en la lavadora.

Beatriz Alonso Aranzábal
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

3.277 – La derrota

    Para qué huir de ella. No puedes guardarte ni escapar. Antepone tu persecución a toda otra idea. Más pronto o más tarde, a la menor oportunidad, te atrapará. Con paso poderoso, como una sombra leonada, buscará hasta encontrarte. De nada te sirven la Capa de Invisibilidad y su caperuza cubierta de rocío, las Botas de Siete Leguas con las que corres treinta y dos veces más rápido que el más veloz de los hombres, la Hierba de Glauco que hace saltar las cerraduras de todas las puertas, el Tapete de Rolando que te permite convocar cualquier alimento que desees, la Flor Mágica capaz de colorear y perfumar cada una de tus desdichas. De nada te servirán cuando ella —ávida, arrogante, burlona— cierre los caminos y te cerque con infalible celeridad. Puede que llegue sin aliento —es vieja y seca—, que su jadeo delate lo agotador de la incesante tarea que la ocupa desde siempre, pero no puedes albergar dudas sobre el desenlace.

Ángel Olgoso
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

3.275 – Una inmortalidad

Carlos Almira   El poeta de moda murió y levantaron una estatua. Al pie grabaron uno de los epigramas que le valieron la inmortalidad y que ahora provoca la indiferencia o la risa, como la chistera, el corbatín y la barba de chivo del pobre busto. El Infierno no es de fuego ni de hielo, sino de bronce imperecedero.

Carlos Almira
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

3.274 – Especies migratorias

PILAR-ADON   La señorita Ramírez nació en Tijuana. Tiene cerca de setenta años, pero sigue siendo señorita porque nunca se casó. Enseña unos dientes oscuros cuando afirma que ya no lo hará jamás: los hombres que ha conocido en su vida han sido demasiado aburridos o demasiado cobardes.
Se mueve con discreción por los pasillos con poca luz. Sabe espiar por el ojo de las cerraduras. Tiene buen oído y, lo más importante, un coche que conduce su amigo, el sargento Job, que se detiene con suavidad cerca de la primera chica que atrae la atención de la señorita, y habla por ella: «Sube». Y la chica obedece mientras la señorita repite que no quiere que nadie insulte a sus muchachas. «No se está muy bien ahí fuera», dice.
Por las tardes pasean en grupos por la carretera. Ella avanza más deprisa, sin querer ver el brillo que los faros de los coches producen en los ojos rasgados de sus chicas. Algunas se cogen de la mano y se aprietan los dedos con fuerza. Esa es solo una de las pruebas que la señorita Ramírez impone antes de seguir. Si quieren largarse, ese es el momento.
Pero no se van. Tras un buen baño y tres palabras de consuelo, todas cambian. Unas horas en la casa y ya parecen cándidas maestras de escuela. Y si alguien, alguna vez, pregunta que por qué solo chicas orientales, la señorita sonríe con sus oscuros dientes, y dice: «¿No lo sabe? En China no quieren niñas».

Pilar Adón
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012