3.594 – De las buenas costumbres

  Los números cuadrados del taxímetro se iluminan, veo los ojos horrendos del taxista en el espejo y la coronilla de su cabeza con un par de orejas renegridas. Pienso en mi falda, jalo el borde para cubrirme las rodillas, imagino la impresión que debo darle tomando un taxi a esta hora, con la oscuridad apenas espantada por el alumbrado público, nebuloso e intranquilo. Lo que debe pensar de una mujer que anda en esta ciudad sin compañía. Debe oler el semen tibio aún entre mis piernas, debe oler la saliva que hiela los recovecos de mi oreja; seguro sabe que me robé un cenicero del hotel y que lo traigo en la bolsa. Nos vemos a través del espejo retrovisor, intento y no puedo identificar las calles, sólo la oscuridad ignota.
—No se preocupe señorita, a las niñas buenas, no les pasa nada.

Claudia Morales

3.578 – La hija del rey de Fars

  Dicen que entre los reyes de Fars había uno muy aficionado a la caza. Y entre todos sus hijos, éste amaba a la única niña nacida en su linaje. Y ella lo amaba a él.
Al final del día, todos los días, ella entraba a la sala de acuerdos del reino y se sentaba sobre las piernas de su padre. Le arrancaba las canas que advertían la vejez del hombre que era su padre y soberano.
Hija y rey cazaban con frecuencia en los bosques de Fars. Recorrían a caballo las llanuras y bebían de la misma ánfora el agua de los arroyos. Hasta la madrugada en que la marca infiel manchó la ropa blanquísima de la niña.
No había el sol alumbrado sobre todos los habitantes de Fars, cuando la doncella se transformó en Gacela. Observó su cuerpo transmutado: Las piernas largas y vigorosas. El cuerpo dócil y lánguido. Su corazón palpitó con brío. Corrió hacia el bosque buscando a su padre. El rey había salido sin ella de caza. Pero los perros le advirtieron la presencia de una gacela. El sol se filtró entre las copas de los árboles. La gacela corrió hacia él, sintiendo la tierra sumirse bajo su trote.
El rey observó los ojos desorientados del animal. Rindió el arco con el que le apuntaba. Acarició la cabeza de la gacela, que se humillaba acercándose hacía sus pies y avergonzada, le lamía las sandalias.

Claudia Morales