1.060 – El otro

 Cuando me dijeron que no puedo ser Juan José Millás en Internet porque alguien se lo ha pedido antes que yo, mi primer impulso fue poner una denuncia. Luego, como el abogado me salía más caro de lo que valgo, decidí dejar las cosas como están. Ese loco que pretende ser yo no tiene ni idea, pues, de la vida que le espera. Si ha de pasar en la existencia digital por la mitad de lo que yo he pasado en la analógica, no tardará en salir corriendo de mi cuerpo. Entre tanto, me divierte asomarme cada día al ojo de cerradura de la Red y ver a qué se dedica mi reflejo cibernético. De momento, no se dedica a nada: está ahí el pobre, en medio de un escaparate desolado, esperando que alguien lo compre. Pero quién va a comprarlo. ¿Quién va a comprar un Juan José Millás binario, por favor? No tiene ni idea el individuo que se ha metido en mi pellejo lo que me cuesta venderme cada día. Y eso que en la versión analógica sé arreglar enchufes y reparar grifos y colgar cuadros y lavar y planchar y cambiarle al coche la batería y el aceite. El único que podría comprarme soy yo, y no porque no pueda vivir sin mí, sino por lástima. En las películas de esclavos, siempre me identificaba con el esclavo que no compraba nadie. No importa al precio que me pongas, muchacho, no lograrás venderme ni a mí mismo: mi lástima no llega a tanto. Y, cuando llega, es compensada por un golpe de ira, porque hoy por hoy me detesto más de lo que me deseo. Si tuviera que elegir entre darme veinte duros y darme un tiro, me pegaría un tiro, no lo dudes. Ignoro cuánto has pagado por ser yo, pero por poco que sea has hecho un mal negocio. Antes de lo que te imaginas, vendrás a pedirme de rodillas que me haga cargo de mí mismo, tiempo al tiempo. Pero no me intereso. Ni bañado en oro volvería a ser yo. Estoy hasta los huevos de la versión original, que dicen que es la buena, de modo que no quiero ni imaginar cómo serán las copias. Agradecería, pues, que te apropiaras también del familiar Juanjo Millás antes de que tenga un momento de debilidad y lo haga yo por pena. No olvides tomar Almax para el ardor de estómago, y Trankimazín para la angustia. Para la culpa no he encontrado nada todavía.

Juan José Millás

1.026 – Los pobres

 Dice David Bodanis en  Los secretos de una casa  que cuando vamos del dormitorio a la cocina, el roce de los pantalones hace que se desprendan de la piel millones de escamas muertas de las que se alimentan universos enteros de bacterias y ácaros que viven en la alfombra del pasillo. La realidad está llena de seres microscópicos que dependen de nuestro sudor, de nuestra caspa. Así, cada vez que nos peinamos, colonias enteras de microorganismos, cuya patria es la moqueta del cuarto de baño, permanecen con la boca abierta hacia el cielo esperando ese raro maná que les envían los dioses.
También según Bodanis, basta un gesto inconsciente, como el de abandonar el periódico sobre la mesa de la cocina, para destruir civilizaciones enteras de neumomonas que viven en las grietas de la madera. Lo que llamamos polvo está compuesto en realidad de un conjunto de partículas, entre las que se incluyen esqueletos de ácaros, patas de insectos diminutos, excrementos infinitesimales y las células muertas de nuestra piel. Todo eso flota en el aire, a nuestro alrededor. Si no nos espantamos de ello, es porque no lo vemos. Sin embargo, quizá la realidad visible no sea muy distinta: e180 por ciento de la población mundial está constituido por pobres que no vemos, aunque ellos viven con la boca abierta, como bacterias, esperando que les caiga algo de nuestros cubos de basura: viven de las escamas muertas que desprendemos al andar. Y cada vez que realizamos un gesto cotidiano, como el de firmar un tratado de libre comercio o solicitar un préstamo a bajo interés, miles de ellos perecen ahogados en la tinta de la pluma. A veces, desde los pelos de una alfombra fabricada en la India o desde el corazón de la selva Lacandona, nos llega un alarido que el fundamentalismo de la moderación no nos deja escuchar.

Juan José Millás
Articuentos completos. Seix Barral. 2011

1.019 – La fe

 Hay gente convencida de ser vasca, francesa o española, y que está dispuesta lógicamente a morir o a matar por ello. Algunos carecen de este privilegio, pero lo compensan creyéndose que son del Real Madrid o del Atlético, lo que les permite acuchillarse mutuamente y llamar hijo de puta al árbitro. Entre quienes no tienen patria ni club, hay muchos que por suerte para ellos han nacido con una potencia sexual insólita, lo que les autoriza a hacer las cosas por cojones. Estamos llenos de carencias, sin duda, pero nos sobran proveedores de sentido, al contrario que a las moscas o a las cucarachas, las pobres, que ignoran por qué hacen esto o lo otro.
Y es que todavía, entre quienes no creen en la patria ni en el fútbol ni en las gónadas, hay gente convencida de que Dios está más cerca del Opus Dei que de los jesuitas, o de los jesuitas más que de los dominicos. Total, que además de atribuir esta realidad calamitosa a una inteligencia superior, piensan que Dios se comporta como el socio de un club que hace su quiniela semanal y pone un uno a las religiones monoteístas, una equis a las politeístas y un dos a las extirpaciones de clítoris en campo contrario. De hecho, a un redentorista no se le pasaría por la cabeza hacerse escolapio, del mismo modo que un vasco no se me metería a andaluz ni atado, con lo difícil que es aprenderse un himno nuevo y una idiosincrasia. Además está demostrado científicamente que los que no pertenecen a tu grupo tienen el perímetro craneal más pequeño.
Todo esto significa que hay gente convencida de que la Tierra es plana, por lo que al llegar a sus bordes se precipita uno en el vacío. Matamos o circuncidamos para no caer en el abismo de decir good morning cuando todo el mundo sabe que se dice buenos días. Lo que hace falta es que sea para bien. Felices Pascuas.

Juan José Millás
Articuentos completos. Seix Barral. 2011

1.003 – Vesícula

 Estaba intentando concentrarme en la escritura de un cuento circular cuando sonó el teléfono y una mujer preguntó si me habían quitado hace poco la vesícula. Dije que sí, claro, porque era la verdad. Entonces, la que hablaba se identificó y supe que se trataba de una novia de mi juventud que había devenido en patóloga. «Imagínate la gracia que me hizo cuando vi la etiqueta con tu nombre adherida a la víscera -dijo-, las vueltas que da la vida, ¿no? Habría pagado cualquier precio por tener tu corazón y años más tarde me envían gratuitamente tu vesícula.» «¿Cómo te ha llegado?», pregunté. «Como me llegan todas, en una especie de tartera refrigerada con una nota del cirujano pidiéndome que la analice.»
Mientras hablaba, entre la niebla de mi memoria se iba abriendo paso el rostro de la patóloga con veinte años menos de los que tendría ahora. Nos habíamos hecho novios al poco de que muriera Franco y habíamos roto después de que ganara las primeras elecciones Adolfo Suárez. A través de nuestra descomposición sentimental se podría haber contado la miseria de aquella época mucho mejor que con los recursos metodológicos de la historia. Y para quien aspirara a un sobresaliente, allí estaba aquella vesícula con un bulto cuyo diagnóstico dependía de mi pasado político. No era una situación agradable; la patóloga respiraba venganza.
Me resistí a preguntar por mi tumor, pero ella me contestó de todos modos. «No me gusta su aspecto -dijo-, me recuerda el de mi estado de ánimo cuando rompimos.» «Esto no está nada bien -le imploré-, después de todo parece que sobreviviste.» «No te imaginas en qué condiciones», respondió antes de colgar. Por supuesto, no he recogido los análisis del mismo modo que no he leído nada sobré estos veinte años: hay cosas que se notan en la cara.

Juan José Millás
Articuentos completos. Seix Barral. 2011

995 – Teoría de las causas finales

 El otro día estaba hablando de la vida con un amigo y me dijo que me olvidara de las teleologías, que lo teleológico fue un invento de nuestra juventud sin ninguna vigencia en estos tiempos de crecimiento exponencial. A la gente ahora le gusta hablar así; como no hay dinero para salir a cenar, el que más y el que menos se entretiene tejiendo discursos que explican el mundo. Efectivamente, en nuestra juventud, que no teníamos dinero ni para un bocadillo, nos pasábamos el tiempo hablando de teleologías, y así nos ha ido.
El caso es que me disculpé como si tuviera necesidad de acudir al cuarto de baño y consulté a escondidas el diccionario. La teleología es la doctrina de las causas finales, y el crecimiento exponencial es el que está elevado a una potencia cuyo exponente es desconocido. Lo que mi amigo quería decir es que el mundo actual no es el resultado de un diseño: o sea, que nos hemos metido en un lío. Para ilustrarlo, mi amigo me explicó que las consecuencias de la revolución industrial eran perfectamente previsibles, puesto que el tipo de crecimiento que favorecía era lineal. En otras palabras, si uno sabía cuántos metros de tejido podía fabricar un telar, sabía también cuántos obreros le sobraban; bastaba con hacer la cuenta de la vieja. Pero con la revolución informática, combinada además con la mano de obra barata del sudeste asiático, no había manera de hacer ningún cálculo. «El crecimiento exponencial -añadió- es como si cogieras una cuartilla y la doblaras sobre sí misma varias veces; en el supuesto de que no tuvieras dificultades mecánicas para seguir doblándola cuando ya se te hubiera quedado algo pequeña, en seguida alcanzaría la altura de la torre Eiffel: eso es el crecimiento exponencial, así que olvídate de las teleologías.»
Desde entonces he intentado olvidarme de las teleologías, pero no soy capaz. Además, me habría gustado que me explicara, pero no supo hacerlo, qué pasaría si antes de alcanzar esa altura, no puedes seguir doblando la hoja. ¿Por dónde se rompe?

Juan José Millás

948 – La lógica

 Según un tribunal de Nápoles, la violación no es delito cuando la víctima lleva vaqueros. Ni cuando el agresor lleva toga, deducimos nosotros de tan pintoresca resolución aun sin disponer de jurisprudencia sobre el caso. La justicia es el reino de la lógica. Si en Chile no existe una orden de busca y captura contra Pinochet, es porque no ven la relación entre el general y los muertos. Un asesino que se precie ha de tener más cuidado con no dejar lógica que con no dejar huellas. Si la víctima, en fin, llevaba vaqueros, que se fastidie. La justicia, aunque ciega, tiene una pasión sin límites por el raciocinio. Y es que cuando perdemos unos sentidos se acentúan otros. Al quedarse sin vista, la ley ha desarrollado anormalmente el sentido común, pues hay que tener un sentido común muy anormal para llegar a tales conclusiones.
Ahora bien, supongamos que se dan las dos circunstancias a la vez: el agresor lleva toga y la víctima vaqueros. Lo lógico, piensa uno, es que en tales casos (rarísimos, si hemos de decirlo todo) la víctima pague una indemnización al agresor, ya que, de haber sabido éste que la damnificada iría vestida de tal guisa, no tendría que haber pasado por la humillación de ponerse una toga para violarla, con lo mal vistas que están las togas, por favor. Hay víctimas cuya culpabilidad debería ser, en buena lógica, doble, o triple.
Pensemos en la cantidad de hombres que se ven obligados a acosar con toga por una falta de previsión de las acosadas, cuyo deber ciudadano es anunciar si van a salir de casa con faldas o a lo loco.
Todavía hay otro supuesto jurídico en el que algunos consideran que no hay violación, y es cuando el juez, además de con toga, actúa iluminado. Es decir, cuando viola oyendo dentro de su cabeza unas voces que le ordenan cargarse, por ejemplo, la libertad de expresión. En tales supuestos, y por mucho que el agresor togado se empecinara en violar a la víctima en las posturas más ofensivas que quepa imaginar, quedaría libre de cargos y podría volver a abusar de cuantas víctimas con vaqueros o con libertad de expresión atravesaran inocentemente su juzgado. Lo curioso es que para llegar a todo esto, por lo visto, hay que hacer oposiciones.

Juan José Millás

925 – Un caso de alcoholismo

 Conozco a un editorialista que nos explica el mundo cada día desde las páginas de su periódico, pero que no es capaz de comprender lo que le pasa a su mujer.
-Hace cosas rarísimas -me cuenta-. El otro día se le cayó al suelo una taza de café y se echó a llorar como si hubiera sucedido un drama.
-¿Estaba llena o vacía? -pregunté para ganar tiempo.
-No sé, creo que tenía agua.
Le sugerí que quizá no fuera agua, sino ginebra. Muchas mujeres beben detrás de las puertas y sienten por ello una culpa insoportable. Mi amigo reconoció que había descubierto varias botellas vacías bajo el fregadero, aunque negó la posibilidad de que su mujer fuera una alcohólica clandestina. Fíjense: un hombre al que le parece verosímil que Clinton bombardee Afganistán para desviar la atención del caso Lewinsky, no era capaz de entender que su mujer bebiera a escondidas.
Comimos juntos y me hizo un análisis minucioso del panorama nacional e internacional. Me costó mucho entender la devaluación del rublo y la caída de las bolsas asiáticas. No me excité con los arrebatos pasionales de Pujol por Duran, ni de Marqués por Cascos, o viceversa, pero asentí a todo para que dejara de analizar, pues se trata de un analítico compulsivo y despieza la realidad con la misma crueldad que un niño un juguete.
-Lo que no entiendo -dijo al fin- es que mi mujer se haya dado a la bebida. Si tiene todo lo que quiere.
-Clinton también, y se ha entregado a los bombardeos porque las felaciones no le llenan. La gente es muy rara.
-No compares a mi mujer con Clinton -respondió-. Ella no mataría ni una mosca para ocultar un adulterio.
Sin embargo, pensé yo, lo mismo se mete dos botellas de ginebra al día para soportar los razonamientos de su marido. Unos atacan hacia fuera y otros hacia dentro. Le sugerí que escribiera un editorial intentando explicar lo que le pasaba a su mujer, a ver si eso le ayudaba a comprenderlo. Pero no me ha vuelto a llamar.

Juan José Millás

911 – Ejercicios de retórica

 Vaya usted a la cocina de su casa, reúna un paquete de arroz, otro de harina, una bolsa de sal, una tarrina de mantequilla y una botella de leche. Observe durante un rato el conjunto y considere que ese torpe aliño alimentario sería un tesoro ahora mismo en Rusia, por ejemplo. Pero si a usted le da pereza reunir tantas cosas, abrir tantos armarios, ir de aquí para allá, tome de la nevera una botella de agua mineral e imagine la riqueza que su posesión significaría en algunos lugares de África. Resulta fácil pensarlo, pero comprenderlo es más arduo. Digamos la verdad: no hay manera de entenderlo, del mismo modo que no se puede concebir que las 225 personas más ricas del mundo posean tanta riqueza como el 47% del resto de la humanidad. Busque usted otro modo de expresarlo, si tiene la suerte de saber matemáticas, llegará en cualquier caso a la conclusión de que, se mire por donde se mire, el asunto es más bien salvaje. Tanto prevenirnos en la escuela de la ley de la selva y no era más que esto: que unos pocos vivan muy bien a costa de muchísimos que lo pasan fatal.
Lo toleramos porque no lo comprendemos. ¿Cómo explicar, si no, que haya policías que por un sueldo modesto defiendan un orden semejante? Y cuando hablo de policías me refiero también a los jueces y a los alcaldes y a los coroneles, y a los peritos industriales, por no mencionar a los creativos de publicidad y a los poetas de la experiencia. No se amontonen: también me incluyo yo. Si un servidor hubiera entendido de verdad lo que significa reunir sin esfuerzo, sobre la encimera, en cuestión de segundos, la riqueza mencionada al principio de este artículo, ya habría saltado por la ventana o me habría metido en la boca el tubo del gas.
Pero aquí estoy, ya ven, haciendo ejercicios de retórica con el arroz y la sal, la mantequilla y el aceite que no tienen en Rusia. Decía mi madre que con las cosas de comer no se juega, pero estaba equivocada la pobre, como en tantas otras cosas. Si con algo hemos acabado jugando es con las cosas de comer. El mundo es un Palé o un Monopoly, o quizá un Monopalé. Lo mejor, para ganar, es no entender sus reglas. El mundo va bien.

Juan José Millás

El absurdo

jj millas2 Estos días de agosto, durante los ensueños alcohólicos de la hora de la siesta, imagino a veces que soy un personaje de la jet y que puedo hacer rico a un fotógrafo sólo con dejarme fotografiar cortándome las uñas de los pies o haciendo pis contra una tapia. Hoy se valora mucho a la gente que crea puestos de trabajo, y los famosos sostienen, sobre sus genitales mayormente, un imperio editorial que da ocupación a miles de personas. Quizá deberíamos tenerles más respeto. El otro día vi en el periódico a un señor al que habían hecho hijo adoptivo de su pueblo por crear 10.000 puestos de trabajo. No se sabe de ningún escritor, en cambio, que haya publicado 10.000 novelas. Es cierto que hay puestos de trabajo absurdos, pero también hay literatura del absurdo y nos parece bien.
Claro que cuando imagino que por una foto mía dejándome besar por el heredero de una cadena de supermercados podrían pagar millones de pesetas, me da por pensar que la realidad es anormal. O que yo soy un ser superior. Y las dos posibilidades son perturbadoras, porque conducen a consideraciones desastrosas para la salud mental. Fíjense en Aznar, que al no entender cómo ha llegado a presidente del Gobierno, y para evitar la idea de que sus votantes no están bien, se refiere a sí mismo en términos de portento («el milagro de la economía española soy yo»).
El hecho de que parte del producto interior bruto dependa de los muslos de Marta Chávarri o de las declaraciones de Sofía Mazagatos es, en fin, un problema. Crean muchos puestos de trabajo y colaboran a la reducción del déficit, de acuerdo. Pero también de las neuronas. Por eso, cuando despierto de mis delirios alcohólicos, pienso que es preferible dedicarse a la literatura del absurdo. Cualquier cosa antes que veranear en Marbella. O en Mallorca.

Juan José Millás