Tenía tantas ganas de que le pasara algo, que dejó pasar a Albino.
Se quedó a cenar.
Y a dormir.
Y, por la mañana, quiso desayunar.
Albino se quedó a vivir.
Al cabo de los años, el vino se agrió.
Una tarde de invierno, cerró la puerta y echó a andar.
Tenía tantas ganas de que le pasara algo…
Categoría: Alejandra Díaz Ortiz
La compra
Aquellos dos no se miraron por primera vez en la barra del bar del barrio. Fue en la mercería, cuando ella pidió hilo color fucsia y a él le llamó la atención el color de su pelo.
La segunda vez coincidieron en la panadería: una baguette y una chapata, para cada uno. Eso le gustó a ella. Para la tercera, el carnicero fue el culpable: entre cuarto y mitad de morcillo y dos chuletones les nació el amor. Diez años después se habían vuelto vegetarianos. Según dicen las malas lenguas, el frutero tenía algo que ver…
Alejandra Díaz -Ortiz
La última palabra
Amor al primer verso
En el tercer día, un nuevo mensaje la esperaba. Mientras abría la puerta, lo leyó:
Durante diez días más, Laila llegaba ansiosa hasta la puerta de su casa, deseando encontrar un nuevo tesoro. Uno a uno, fue depositando cada post it en una cajita que tenía al lado del teléfono.
Un jueves por la mañana despertó valiente y decidió averiguar quién era el autor de aquellos versos que la hacían tan feliz. Cogió el taco de papel amarillo que se había robado de la oficina y escribió, con tinta roja, también:
En cuanto concluyó su jornada laboral, salió rápidamente hacia su casa, excitada, esperando encontrar al hombre amado. Subió corriendo las escaleras, de dos en dos. Sofocada, desde el rellano lo vio: ¡ahí estaba!, el papelito amarillo, con una respuesta, pegado a su puerta. Lo despegó con cuidado, como temiendo borrar lo ahí escrito con la punta de sus dedos pero sin atreverse a leerlo. Entró en su casa, tiró el bolso y las llaves y se fue a sentar en el sofá: sentía que las piernas le flaqueaban. Suspiró y, entonces, comenzó a leer:
Alejandra Díaz-Ortiz
Autorretrato
En mi frente aún no aparecen surcos, ni en la comisura de los ojos color miel que no te desnudan desde hace mil eternidades. Y mira que me río.
Mis labios siguen siendo delgados, pero están algo secos. Quizá desde el último beso que me diste. Aquel con el que me dijiste «Hasta pronto».
Veo mis manos y las encuentro inútiles. No se dónde he de ponerlas para que recuperen el sentido del tacto: desde que no te tocan, han perdido la delicadeza necesaria para incitar batallas. Tampoco han sabido enredarse en otras manos.
Quizá mis hombros estén un poco cargados: pesa tanta vida sobre ellos, que se han inclinado un poco hacia delante. Pero siguen sosteniendo, con cierta gracia, el cuello al que tanto honrabas.
Mis senos están tristes. No es que se hayan dejado vencer por la fuerza de gravedad. Ni que hayan perdido volumen o su capacidad de responder a tu recuerdo. No, es que están anhelantes de tu boca. Me parecen, así, a simple vista, como un par de flores que, aunque bellas, están faltas de color.
El ombligo reclama mi atención. Apenas y me doy cuenta: ¡ha susurrado tu nombre!
Mis piernas, aún largas y esbeltas, bailotean al recordar cómo rodeaban tu cintura «con la medida exacta» -decías- mientras te ibas perdiendo entre ellas.
Entonces mi pubis parece renacer por un instante. Otra vez, los recuerdos le han jugado una mala broma.
Como bromistas son los dedos de mis pies, esos con los que tanto te gustaba jugar y que ahora escondo por temor a que sigan corriendo tras tu imposible huella…
Alejandra Díaz-Ortiz
Los tratos malos
Cuando alguien le pregunta sobre el padre de sus hijos, lo primero que recuerda es la sensación de ardor en las mejillas. Lo sintió el día que lo vio en la plaza, tan lejano. El rubor le maquilló la cara cuando él la miró por primera vez. Esa misma noche, él le propuso un trato: ella aceptaba pasear cada día y él se comprometía a quererla toda la vida.
Despertó con un fuerte ardor en el estómago —«Son los nervios» le consoló su madre—, el día que firmaron aquel papel con el que él cumplía su promesa: una vida juntos, en las buenas y en las malas.
Un doloroso ardor mezclado con lágrimas y sangre fue lo que sintió cuando le sorprendió con la primera bofetada. Desde entonces, el trato tácito fue que, él le pedía perdón y ella se callaba.
Diez años después, no hubo tiempo para más tratos: mientras una ambulancia la llevaba al hospital, a él le obligaban a dejar la casa.
Pero a ella, le sigue ardiendo el miedo.
Alejandra Díaz-Ortiz
14:22 p.m.
Se dijeron las cosas justas que fui escribiendo en los recuerdos de los que apenas me recuerdan. Ni siquiera tus lágrimas me conmovieron; te dejé en buen momento para jugarte una próxima vida.
Pero lo que sí me ha jodido de mi muerte es esta puñetera certeza de no volver a respirarte.
Alejandra Díaz-Ortiz
Karma
Lo jodido era tener que sostener a tantos desolados culos.
Alejandra Díaz-Ortiz
Benicio lo vio todo
No, no te creo que hayas olvidado mi lengua enredada en la tuya. De tu boca no se puede haber evaporado mi sabor. Ni de tus recuerdos, el aroma que emanaron nuestros cuerpos.
Difícil olvidar tu espalda desnuda apoyada en la pared, cubriendo aquella foto que tanto me gustaba, mientras musitabas: «mmm… para… para… Benicio lo está viendo todo…»
Alejandra Díaz-Ortiz
Nochevieja
Luego me echó la culpa.
Alejandra Díaz-Ortiz