3.517 – Chat

   Antes de ir a la ducha de media noche, me sentaré sobre las boronas de luz que dejan las estrellas, esos faroles cósmicos alimentan los paneles de mi imaginación. Escribiré sobre la hoja color manila en mi libreta. Me aterra el papiro electrónico con esa decencia blancuzca que irrita el iris y no me permite disfrutar de la sincronía gráfica que se suscitará. El marcador y las alertas de tus mensajes me estresan porque me ándalean, hacen perder el ritmo para insertar las letras. ¡Peor!, si al final, el esfuerzo en el display de este trauma haga corto circuito, digo, por una alerta de virus. Mejor, sigo mi camino a la regadera, de todas formas ya te has desconectado.

Abril Albarrán

3.510 – Ante el espejo

    —¡No lo haga! –le supliqué. Pero ella, decidida y envuelta en los encantos de su juventud, avanzó sin ni siquiera oírme. Supe que estaba resuelta, que nadie la apartaría de un destino fatal. Y continuó, muy deprisa, hasta hallarse frente a sí misma en el espejo. No, no se miró, ni dudó. Se lanzó, dando un salto magnífico (la envidia de un campeón) a la superficie helada del cristal; y yo me limité, lágrimas en los ojos, a apagar la luz de aquella habitación estúpida–: Nunca más –grité– habrá luces y fulgores en la tenebrosa luna de este espejo.
Y salí, dejando en la oscuridad para siempre a aquel monstruo, aquel falso río seductor y terrible. Estaba seguro, tarde o temprano un espejo muere en la oscuridad.
Días más tarde –lo supe por la prensa– su cuerpo fue encontrado en la luna de otro espejo distante, en una pequeña ciudad de provincias que ni ella ni yo habíamos visitado nunca, y en la habitación de un joven huidizo y romántico. Y también supe que un forense muy hábil, al descubrir las huellas secretas de su muerte, quedó atónito ante el refulgir de plata de sus vísceras.

Rafael Pérez Estrada
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.503 – Previsiones

    Debí esforzarme más. Dejarme los codos sobre el pupitre al menos un par de horas diarias, hasta hacer mías sumas, restas, cocientes, fracciones, logaritmos, derivadas, ecuaciones de primer y segundo grado.
Mamá dijo (y cuánta razón tenía mamá) que suspender Matemáticas me arruinaría el futuro.
Quién iba a pensar que mi torpeza en números desharía el orden que la Naturaleza impone a sus cálculos, que en lugar del niño de cincuenta centímetros prometido por ecografías y ginecólogos daría yo a luz cincuenta niñitos minúsculos de apenas un centímetro que corretean ahora pasillo arriba y abajo, recordándome en su caos ínfimo y pueril que no somos más que un álgebra de lágrimas.

Miguel Ángel Zapata
Mar de pirañas. Ed. Menoscuarto – 2012

3.496 – La crisis

    Sólo ponían la televisión lo que duraba el noticiario para no gastar corriente; pero las noticias las tenían que saber porque él estaba en el paro ya hacía cuatro años y sin cobrar nada por ninguna parte. Y se le iba a echar encima la jubilación y luego la vejez, y ¿cómo se iban a arreglar los dos?
Su mujer estaba en la cama casi tullida por los reúmas que casi tenía desde joven, de cuando había sido lavandera, o que los había cogido con los relentes a lo mejor y, cuando él la estaba haciendo compañía en silencio o hablando de cosas, de repente la mujer decía:
—Ya van a ser las nueve. Pon la televisión a ver el tiempo que va a hacer y si ya ha pasado la crisis, y vamos a tener trabajo.
Y la mayor parte de los días la tele no decía nada de la crisis sobre si había pasado o no; y otros días casi siempre sólo decía que el Gobierno y el rey y esas gentes estaban muy preocupadas con el paro.
-¡A ver! —decía ella—. ¿Lo ves como no sólo somos nosotros?
Y así se consolaban un poco. Cenaban cualquier cosilla, un poco más contentos, y ya decía él:
—A ver mañana o pasado mañana.
Menos mal si él no caía enfermo mientras estuviera aquí la crisis todavía.

José Jiménez Lozano
Más por menos. Antología de microrelatos hispánicos actuales. Sial ediciones-2011

3.489 – Hay amores que matan*

    Ante lo sublime del paisaje él sintió la necesidad de expresar sin palabras lo que resonaba en su corazón desde que la conoció. Estaban en lo más alto del monte, a sus pies se encadenaban los lagos y frente a ellos, tras los lagos, la cordillera se erguía majestuosa y nevada.
Él buscó por el suelo rocoso alguna mínima flor, no digamos ya un edelweiss, y sólo encontró una varita de plástico verde flúo, de esas que se usan para revolver el trago. Se la brindó a ella como una ofrenda: es mágica, le dijo.
Y ella, que compartía sus sentimientos, la aceptó como tal y para demostrárselo elevó la varita mágica en el aire y con gracioso gesto señaló el pico más alto que asomaba inmaculado a través de las azules transparencias pintadas por la lejanía.
—Quiero una mancha roja allá, conminó.
Y ambos rieron.
Quien no pudo reír en absoluto fue el alpinista solitario que perdió pie en ese preciso instante y se desplomó sobre las afiladas aristas del barranco, poniendo una mancha roja precisamente allá, en el pico más alto.
Allá donde ni los dos enamorados ni nadie lograrían jamás verla.

*Para Claude Bowald

Luisa Valenzuela
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.482 – Eructando

    Alguien dijo que todos estamos de antemano condenados a muerte y que la vida no es más que una espera del momento ignorado de la ejecución. Todas las noches duermo ojo avizor, porque he visto muchas películas y sé cómo suceden estas cosas… por lo menos en América. De repente se abre la puerta de la celda y aparecen los guardias, un capellán, el director de la cárcel… Te ofrecen antes un buen menú, y yo lo tengo ya pensado. Agua mineral sin gas, desde luego. No me veo eructando en la cabina de cristal, ante los ojos de los curiosos, mientras me colocan esos aparatos para la descarga eléctrica; o esperando a que salga el gas…

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.475 – Humor y timidez

    Acabo de enterarme de que Carlos Castaneda, antes de morir, confesó a sus allegados que Monterroso había resucitado tímidamente, «el humor y la timidez generalmente se dan juntos», escribió en Movimiento perpetuo, pero que al darse cuenta de que se le recordaba -sobre todo- por «El dinosaurio», regresó plácidamente a la tumba, al trasmundo en que se juntaba a conversar con Juan Rulfo, el zorro es más sabio, para componer, no sin desgana, alguna brevedad sobre la estulticia sin remedio del género humano.

Fernando Valls

3.468 – El secreto

    Era una jovencita aún y todos elogiaban su encanto, su inocencia, sus grandes bucles sobre los hombros cuando, por las tardes, cantaba ante el piano que tocaba la madre, emocionada al oír su voz.
Transcurría así la vida tranquila en aquella casa pero cierto día apareció un desconocido y se quedó a vivir allí. Era alto y hermoso, bueno e inteligente y la muchacha desde un principio le admiró. A veces él le apretaba la mano y su mirada ahondaba misteriosamente en sus ojos azules. Desde que él había llegado todo se hacía más claro, más noble, sumía a la mente en cierta intranquilidad pero también en una inefable tibieza al corazón. Volaban los días, pasó un año y llegó el último instante: él se fue y ella conoció el tiempo de la tristeza y del sufrimiento, pero no quiso preguntar a nadie si volvería.
Un día, inesperadamente el huésped regresó y se acercó a sus labios y murmuró: «No temas, querida, soy invisible para los demás» y las bocas se unieron con pasión. Desde entonces estuvo cerca de ella: le veía en el fondo de una habitación, en el corredor, al pie de una escalera, la seguía por la calle, se sentía abrazada con fuerza y ella se entregaba a su abrazo. La más extraña felicidad la acompañaba a todas horas: en el jardín, junto al piano, notaba que sus manos la acariciaban; de noche, despertaba y le encontraba a su lado, desabrochándole, despacio, los botones del camisón.
Todos decían que su mirar velado y los colores de sus mejillas arreboladas podían ser de fiebre pero ella pensaba que nadie habría de saber la vehemencia con que se entregaban al amor.

Juan Eduardo Zúñiga

3.461 – Receta

    El prestigioso médico dijo que no había nada que hacer por su padre. Ella estuvo un largo momento presa de la desesperación. Luego fue a ver a su amigo el farmacéutico. Juntos eligieron las pastillas: rosas para el amanecer, azules para la hora del crepúsculo.
El padre experimentó una extraordinaria mejoría. Y estableció con su hija una delicada trama entre el amanecer y el crepúsculo hasta su última hora, que no tardó en llegar.

Nélida Cañas
El límite de la palabra. Ed. Menoscuarto – 2007

3.454 – La perdonamuertes

    Mi padre fallecía cada poco. Pero no lo hizo nunca por llamar la atención ni por fastidiar a nadie; simplemente se moría y ya está. Recuerdo que justo antes de expirar sonreía con cierta beatitud y, diciendo adiós con su mano velluda, dejaba de respirar. Lo mismo que la lavadora cuando para de centrifugar, poquito a poco y sin más. Mamá se ponía de luto, se apagaba la tele, porque era alegre, y todos llorábamos su partida. Luego, al volver a la vida, mamá lo recibía enfurruñada por su ausencia; con ese mohín que, según él, la ponía tan guapa. Entonces él la abrazaba y le hablaba al oído de angelitos, ánimas y purgatorios. Ella cedía, nos mandaba a la cama y se les oía cuchichear mucho rato. Papá era un vividor en eso de morir. Y mamá siempre se lo perdonó. Lo hizo hasta la muerte.

Miguelángel Flores
De lo que quise sin querer – Ed. Talentura – 2014