Envejezco mal dijo; y se murió.
Augusto Monterroso
Envejezco mal dijo; y se murió.
Augusto Monterroso
¡Qué destino: Putifar eunuco, y José casto!
Marco Denevi
–Nadie colgaba el teléfono como él.
Leticia Herrera Álvarez
El Coliseo en ruinas es como una taza rota del desayuno de los siglos.
Ana se alimenta de colores. Está delgada, pero es feliz.
Choan C. Gálvez
Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se auto flagelaba con humor: «La verdad es que ladro por no llorar». Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: «Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?». La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: «Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano”.
Mario Benedetti
Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: «Mañana va a llover». Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: «El martes saldrá el 57 a la cabeza». Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: «Es posible que mi casa se esté quemando».
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: «Es casi seguro que mi casa se esté quemando». Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.
Mario Benedetti
A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.
Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.
«¿Qué fue eso?», preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: «Fue una bomba». «¡Qué suerte!», dijo el niño. «Yo creí que era un trueno».
Mario Benedetti
Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir, despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.
Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.
Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.
Mario Benedetti
-Veamos –dijo el profesor-. ¿Alguno de ustedes sabe qué es lo contrario de IN?