3.666 – Las cartas

  Juan Ramón Jiménez abrió el sobre en su cama del sanatorio, en las afueras de Madrid. Miró la carta, admiró la fotografía. Gracias a sus poemas, ya no estoy sola. Cuánto he pensado en usted!, confesaba Georgina Hübner, la desconocida admiradora que le escribía desde lejos. Olía a rosas el papel rosado de aquella primera misiva, y estaba pintada de rosáceas anilinas la foto de la dama que sonreía, hamacándose, en el rosedal de Lima.
El poeta contestó. Y algún tiempo después, el barco trajo a España una nueva carta de Georgina. Ella le reprochaba su tono tan ceremonioso. Y viajó al Perú la disculpa de Juan Ramón, perdone usted si le he sonado formal y creame si acuso a mi enemiga timidez, y así se fueron sucediendo las cartas que lentamente navegaban entre el norte y el sur, entre el poeta enfermo y su lectora apasionada. Cuando Juan Ramón fue dado de alta, y regresó a su casa de Andalucía, lo primero que hizo fue enviar a Georgina el emocionado testimonio de su gratitud, y ella contestó palabras que le hicieron temblar la mano.
Las cartas de Georgina eran obra colectiva. Un grupo de amigos las escribía desde una taberna de Lima. Ellos habían inventado todo: la foto, las cartas, el nombre, la delicada caligrafía. Cada vez que llegaba carta de Juan Ramón, los amigos se reunían, discutían la respuesta y ponían manos a la obra. Pero con el paso del tiempo, carta va, carta viene, las cosas fueron cambiando. Ellos proyectaban una carta y terminaban escribiendo otra, mucho más libre y volandera, quizá dictada por esa mujer que era hija de todos ellos, pero no se parecía a ninguno y a ninguno obedecía.
Entonces llegó el mensaje que anunciaba el viaje de Juan Ramón. El poeta se embarcaba hacia Lima, hacia la mujer que le había devuelto la salud y la alegría. Los amigos se reunieron de urgencia. ¿Qué podían hacer? ¿Confesar la verdad? ¿Pedir disculpas? ¿De qué serviría tamaña crueldad? Mucho debatieron el asunto. En la madrugada, al cabo de algunas botellas y de muchos cigarros, tomaron una decisión. Era una decisión desesperada, pero no había otra. Y sellaron el acuerdo: en silencio, encendieron una vela y soplaron todos a la vez.
Al día siguiente, el cónsul del Perú en Andalucía golpeó a la puerta de Juan Ramón, en los olivares de Moguer. El cónsul había recibido un telegrama de Lima:
­Georgina Hübner ha muerto.

Eduardo Galeano

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