Cuando le dijeron que Marcelo G. había muerto y tuvo la certeza de que la noticia era literalmente exacta —al menos según los sentidos que es forzoso emplear cuando tratamos de muerte y comprobación— y de que tampoco se trataba de un caso de confusión de identidades ni de simple homonimia, se vio obligado a asumir que él no había sido nunca Marcelo G., que no lo era. Sintió un indefinible horror o vértigo pero también cierto alivio porque, pese a todo, tenía apego a la vida.
Pero si al morir Marcelo G. moría toda noción acerca de su identidad quedando él como en otra parte, intacto… ¿Con la desaparición de qué identidad desconocida quedaría él aniquilado?