La noche en que, ya viejo, se apagó definitivamente su fuego sexual, Sócrates oyó que el bello Alcibíades murmuraba: «Al fin libre». No se ofendió. Comprendió que la realidad se había equivocado de persona, porque la frase le correspondía. Y tuvo razón: no bien sus labios se la apropiaron, la vulgar expresión de alivio se cargó de noble sentido, de agudeza, de profundidad moral y, lo más importante, de trascendencia.