3.728 – Cronica de la ciudad de Montevideo

  Julio César Puppo, llamado El Hachero, y Alfredo Gravina, se encontraron al anochecer, en un café del barrio de Villa Dolores. Así, por casualidad, descubrieron que eran vecinos:
—Tan cerquita y sin saberlo.
Se ofrecieron una copa, y otra.
—Se te ve muy bien.
—No te vayas a creer.
Y pasaron unas pocas horas y unas muchas copas hablando del tiempo loco y de lo cara que está la vida, de los amigos perdidos y los lugares que ya no están, memorias de los años mozos:
—¿Te acordás?
—Si me acordaré.
Cuando por fin el café cerró sus puertas, Gravina acompañó al Hachero hasta la puerta de su casa. Pero después el Hachero quiso retribuir:
—Te acompaño.
—No te molestes.
—Faltaba más.
Y en ese vaivén se pasaron toda la noche. A veces se detenían, a causa de algún súbito recuerdo o porque la estabilidad dejaba bastante que desear, pero en seguida volvían al ir y venir de esquina a esquina, de la casa de uno a la casa del otro, de una a otra puerta, como traídos y llevados por un péndulo invisible, queriéndose sin decirlo y abrazándose sin tocarse.

Eduardo Galeano

3.721 – Cuento de Navidad

El mundo está lleno de tipos así. Usa el pelo largo y canoso como un hippy viejo o un linyera. No tiene familia. Le faltan dientes. Si Jesús hubiera llegado soltero a los cincuenta, se parecería a él. De vez en cuando los muchachos le pagan un vino para escucharlo hablar en arameo. El problema es el barrio, la solidaridad de esquina. El día de Nochebuena se esconde para evitar que le festejen el cumpleaños en vez de crucificarlo decentemente, como a otros más afortunados.

Ana María Shua

Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005

3.714 – El imán

  Hablábamos de libre albedrío; Oscar Wilde improvisó esta parábola: Había una vez un imán en el vecindario y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería la visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras comenzaron a discutir el asunto y gradualmente el vago propósito se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor ir al día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada.
Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que ya hacía tiempo que le debían la visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin, prevalecieron las impacientes, y en un impulso terrible la comunidad entera gritó:
—Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos los lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.

Hesketh Pearson

3.707 – La Gioconda

  Una vez en Barranquilla existió un hombre que dedicó su vida a estudiar el fenómeno de la sonrisa de la Gioconda.
Luego de muchos años de estudio e investigaciones, descubrió que Leonardo no pintó sobre el rostro de la mujer ninguna sonrisa. De su pincel surgió un rostro adusto con ojos del dulce color de las nubes del vino. Es el espectador quien al mirarla y quererla sonríe primero. Ella lo hace después.

Jairo Aníbal Niño

3.700 – La brizna de paja, la brasa y la judía verde se van de viaje

  Éranse una brizna de paja, una brasa y una judía verde que se unieron y quisieron hacer juntas un gran viaje. Ya habían recorrido muchas tierras cuando llegaron a un arroyo que no tenía puente y no podían cruzarlo. Al fin, la brizna de paja encontró la solución: se tendería sobre el arroyo entre las dos orillas y las otras pasarían por encima de ella, primero la brasa y luego la judía verde. La brasa empezó a cruzar despacio y a sus anchas; la judía verde la siguió a pasitos cortos. Pero cuando la brasa llegó a la mitad de la brizna de paja, ésta empezó a arder y se quemó. La brasa cayó al agua, hizo pssshhh… y se murió. A la brizna de paja, partida en dos trozos, se la llevó la corriente. La judía verde, que iba algo más atrás, se escurrió también y cayó, aunque pudo valerse un poco nadando. Al final, sin embargo, tuvo que tragar tanta agua que reventó y, en aquel estado, fue arrastrada hasta la orilla. Por suerte había allí sentado un sastre, que descansaba de su peregrinaje. Como tenía a mano aguja e hilo, la cosió y la dejó de nuevo entera. Desde entonces todas las judías verdes tienen una hebra.

Según otro relato, la primera que pasó sobre la brizna de paja fue la judía verde, que llegó sin dificultad al otro lado y observó cómo la brasa se iba acercando a ella desde la orilla opuesta. En mitad del agua quema a la brizna de paja, se cayó e hizo ¡psssssssssssshhhh…Al verlo, la judía verde se rió tanto que reventó. El sastre de la orilla la cosió y la dejó de nuevo entera, pero en ese momento sólo tenía hilo negro y por eso todas las judías verdes tienen una hebra negra.

Hermanos Grimm

3.693 – Amor de museo

  Yo creía estar en mi otoño con apenas veinticuatro. Ella me dijo que habitaba el invierno pasados los cuarenta. El primer beso nos mostró el camino. El primer polvo nos ungió de santidad. El vicio nos resucitó.
¿Por qué nos besamos? Porque estábamos desesperados y hartos. Tan hartos y desesperados que habíamos aceptado ir hasta el museo de cera. Ella con su marido impoluto, yo con un ligue de entretiempo.
Mi ligue y su marido fueron al servicio. La casualidad hace milagros. En la espera nuestras miradas se cruzaron. La mía como si necesitara la extremaunción, la suya como si me rogase el pecado original. Fuimos la bendita manzana prohibida.
Antes de que saliera su marido del baño, ella se retocó el carmín, antes de que saliera mi ligue, yo me había ido. Nos saltamos toda ética, fuimos incapaces de pensar más allá del deseo. Hicimos todo mal… salvo intercambiar los teléfonos.
La primavera duró cinco meses. Lo hicimos en tantos lugares como nos fue posible. La humedad se instaló en nosotros. En su rostro habitaban todas las flores. En mi éxtasis ella se deleitaba. La vida derrochaba sentido ¿Qué más podía pedir? Que hubiera durado toda nuestra vida.
Sin embargo, como vino se fue. El deseo es un altar extraño. Ella prefirió la seguridad de su marido, el bienestar de sus hijos. Yo no tuve nada que reprochar. Hicimos el amor por última vez en un rincón del museo. De alguna manera nos querremos siempre.

Carlos Aymí

3.686 – El niño al que se le murió el amigo

  Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

Ana María Matute

3.672 – Las plagas

 Con los hongos es sencillo. Contra los líquenes y musgos, que son plaga, uso un líquido lento en el que dejo remojar unas cuantas hebras de tabaco. La nicotina es un veneno poderoso, pero los líquenes y musgos vuelven a crecer rápidamente al amparo de la oscuridad, bajo las vendas, por todas partes y especialmente en las axilas a causa de la incómoda posición a que me obliga durante tantas horas el sarcófago.

Ana María Shua

3.665 – El conquistador

  Estaba casado, tenía seis hijos, pero presumía de «conquistador». Según él, ninguna mujer se le resistía. Todas caían, enamoradas, en sus brazos. Los amigos le envidiaban, le admiraban. «¿Cómo lo haces, qué les dices?». Pero él se encerraba en un mutismo enigmático. No era cuestión de descubrir la miserable realidad de sus promesas… de falso hombre soltero. Juraba amor eterno, fidelidad absoluta, más allá de la vida y la muerte; mostraba las fotos de sus ancianos padres; las cartas de una primera novia que murió (auténticas, desde luego) y la ambición de compartir un hogar cristiano. Ambicionaba tener seis hijos por lo menos y llegado a este punto, insistiendo en el mismo, es cuando conseguía su propósito. Porque para tener tantos hijos era preciso actuar de prisa y sin pérdida de tiempo…

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/