Siete vidas tiene el gato

alejandra diaz ortiz5 Mi primera vida la perdí jugando a la pelota.
La segunda me abandonó buscando una respuesta que nunca encontré.
La tercera me la robó un cantante de mala fama. De regalo, ofrecí la cuarta, sin razón.
Entre una cena y un te quiero, me aposté la quinta. La sexta la doné a Soledades sin Fronteras.
La séptima, la última que me queda, la quiero ahogar en lo más profundo de tu boca.

Alejandra Díaz-Ortiz

Aeropuerto de Barajas, Madrid

alejandra diaz ortiz4-¿Que de dónde procedo?… Pues verá: mi bisabuelo materno era francés: un franchute que no tuvo mejor idea que robarse a mi bisabuela, una joven y hermosa india de la tribu Yaqui, esos que son primos hermanos de los Apaches, pero del desierto mexicano.
Del lado paterno, otro tanto de lo mismo: un chino cantonés que trabajaba en las obras del ferrocarril de San Francisco, se escapó y fue a dar a Sinaloa, donde se emparejó con la madre de mi padre.
De mis padres, poco más que decir: él se fue a Bolivia, dizque para hacer la revolución con el Che. Mi madre se quedó conmigo y con un medio ruso, medio oaxaqueño, al que siempre he llamado padre.
Así pues, siguiendo la tradición familiar, no es extraño que yo me dejara robar el alma por uno de los suyos y me brincase el enorme charco atlántico para venir a parir a esta linda andaluza de piel blanca, rizos negros, ojos rasgados y acento confuso que, seguramente, tendrá unos hijos rubios y de ojo azul, como su padre…
El agente selló el pasaporte con el visado de entrada al país.

Alejandra Díaz-Ortiz

El parte

alejandra diaz ortizLas últimas mil trescientas siete cenas que habían compartido juntos, siempre, habían seguido el mismo guión: Marta en la cocina, Pedro poniendo la mesa. La televisión encendida como música de fondo. No recordaba ni una noche sin aquel sonido.
De hecho, casi ni recordaba cómo era la voz de su marido, siempre tan callado. Nada hacía presagiar que aquello cambiaría. No tuvieron hijos que los sacaran de la rutina. No hubo madres ni padres mayores que atender, ambos llegaron al matrimonio huérfanos. Nunca, tampoco, habían cenado fuera de casa, si acaso salían a comer o, si era cumpleaños de alguno, iban al merendero, pero a las nueve -como muy tarde- volvían a casa, puntuales a ver el Parte.
Los sábados eran la excepción: al irse a la cama, se daban tres besos.
Así pues, aquella noche de martes era como otra cualquiera.
Pedro se sentó a esperar su plato, mirando fijamente las imágenes del más reciente desastre en el mundo. Se sobresaltó al ver a Marta delante de él, sin las viandas en la mano, vestida tan sólo con un alegre picardía rojo.
Con el pelo suelto y una mirada de leona, cegó al miope de su marido. Dirigió la punta de su pequeño pie hasta tocar la entrepierna de Pedro, quien, sorprendido, no acertaba ni a hablar, ni a moverse, ni a respirar. Marta se contoneaba, moviendo las caderas y rozando, con su boca, la boca de él. Le cogió la mano y le chupó, pausadamente, cada uno de los dedos, sensual y lasciva.
Los ojos de Pedro se abrieron enormes, y ella aprovechó que también abrió la boca para meter uno de sus pechos en espera de su lengua. Pedro se estremeció. Entonces, con decisión, fue a bajar la cremallera: su marido tenía listo lo que ella tanto necesitaba. Se montó en él. Cabalgó hasta el éxtasis. Él, inmóvil, la dejó hacer.
Una vez terminada la faena, Marta, desconcertada por la placidez de su marido, se despegó de él.
Se fue a la habitación, se puso el vestido que tenía preparado para el domingo. Apagó la luz de la cocina. Apagó el televisor. Cerró la cremallera de su marido. Cerró los ojos de Pedro y llamó a Urgencias.
Marta se sentó a esperar, mientras se juró a sí misma que nunca más cenaría con la televisión encendida.

Alejandra Díaz-Ortiz