3.593 – Fin de emisión

  Cuando Manolo Escobar cantaba en la tele, mi madre no nos dejaba comer hasta que acabara, porque hacíamos mucho ruido con las cucharas. Para ella era el hombre más guapo del universo, decía siempre. Repitiéndolo hasta veinte veces, por lo menos, mientras duraba. Mi padre hacía como si no la oyera, pero tampoco tocaba los cubiertos. Y, mirándola, se le ponían los ojos como si sonrieran.
Si daban una película de la Loren, la Bardot, o alguna así, a mi madre automáticamente le daba un dolor de cabeza tremendo. Y se tenía que acostar antes de que acabara. Entonces, mi padre no sonreía con nada, sino todo lo contrario.

Miguelángel Flores
De lo que quise sin querer – Ed. Talentura – 2014

3.586 – El secreto sobre sus ojos

  Un loco tiene una mancha violácea marcada en la frente desde el nacimiento. Él no lo sabe, pero allí lleva inscripta, en una lengua olvidada, la fórmula de la felicidad. Como le disgusta ese tatuaje involuntario, lo cubre con una vincha de tenis blanca que no se quita nunca, ni siquiera en absoluta soledad.
Los vecinos, sin conocer el secreto, se burlan a sus espaldas cada vez que sale a caminar con el atuendo en la cabeza. Por suerte, su demencia le permite mantenerse alejado de las críticas y seguir viviendo en su universo perfecto. Allí, la fórmula surte efecto: el loco sonríe con entusiasmo y plena felicidad.

Martín Gardella

3.579 – Autobús

  Ella sube al autobús en la misma parada, siempre a la misma hora, y una sonrisa mutua, que ya no recuerdo de cuándo procede, nos une en el viaje trivial, en la monotonía de nuestra costumbre.
Se baja en la parada anterior a la mía y otra sonrisa furtiva marca la muda despedida hasta el día siguiente.
Cuando algunas veces no coincidimos, soy un ser desgraciado que se interna en la rutina de la mañana como en un bosque oscuro.
Entonces el día se desploma hecho pedazos y la noche es una larga y nerviosa vigilia dominada por la sospecha de que acaso no vuelva a verla.

Luis Mateo Díez

3.572 – Descréditos

  Pregunté a un psiquiatra si el Papa, habida cuenta de que se cree el representante de Dios en la Tierra, era un delirante y me dijo que no, pues los delirios compartidos son, técnicamente hablando, otra cosa. Total, que si a usted se le aparece la Virgen es muy probable que lo ingresen y lo sometan a una o dos sesiones de electroshock. Pero si se le aparece en compañía de unos amigos o de unos pastorcillos no pasa nada. Se me olvidó preguntar cuántas personas deben participar de un delirio para que deje de serlo, así que lo siento, pero no puedo proporcionar en estos momentos esa información. En cualquier caso, mucho me temo que su cuñado de usted y usted no son suficientes para legitimar una quimera.
Provoca asombro que los delirios consensuados adquieran de inmediato el estatus de realidad. Si el Gobierno, los consumidores, los bancos y los notarios se ponen de acuerdo, por ejemplo, en que un piso de noventa metros cuadrados vale un millón de euros, el piso valdrá un millón de euros, aunque su valor real sea muy inferior. Al año siguiente, si alguien no detiene la bola, costará un millón cien mil, y así de forma sucesiva, hasta que el espejismo reviente como una pompa de jabón. Lo de los pisos no es un supuesto teórico, ha ocurrido en España, junto a otras alucinaciones de carácter económico. El delirio y la lucidez se trenzan de tal forma en la vida diaria que no hay forma de distinguir el uno de la otra. De modo que cuando en la faja de una novela se incluye la leyenda «basada en hechos reales», deberíamos tener en cuenta que los llamados «hechos reales» son producidos a su vez, en gran medida, por sucesos completamente imaginarios. En otras palabras: que cuando los teóricos hablan del descrédito de la ficción deberían aclarar si piensan que una ficción compartida deviene en una realidad homologable.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.565 – Paraísos trémulos

  Cada vez que se cortaba el pelo perdía un poco de memoria. Ella no lo sabía y tampoco los que la rodeaban, así que, en más de una ocasión, la tomaron por desatenta y dejaron de dirigirle la palabra. Por supuesto, ella lo resentía y no se explicaba por qué la gente terminaba por alejarse.
Entonces se miraba al espejo. Reparaba en el hilito que sobraba del suéter; reconocía sus hombros caídos y probaba a darles aliento: suspiraba profundamente. Observaba que el pelo le había crecido y que un mechoncillo rebelde se obstinaba en enfrentarla con la vida. Resolvía un nuevo corte. Y cada vez, el rechazo y el cabello rebelde hacían lo suyo.
Un día, decidió cortar por lo sano. El mundo prometió paraísos trémulos e inexplorados, palpitantes como su cabeza rapada.

Ana Clavel

3.558 – P

  Pingüina y Pingüino parten la Patagonia en partes proporcionales: para prevenir la piratería profana, proponen. Pocos paladean la píldora: puras patrañas, protestan; puras pavadas.
Pero personas piadosas piensan que el país progresó con pingüinos en el poder y perdonan los pecados de la propiedad privada. Los peligros se pasan porque priman las pasiones primordiales por sobre las patrimoniales. Se puede participar paradojalmente pasando por pelotudos pero practicando propuestas periféricas, pacíficas y prácticas. Permitiendo proposiciones populares, planteando problemas para paliarlos en profundidad.
La patria pide pista para planear por las plenitudes planetarias.
Moraleja
Suele ser más conveniente interceder en política desde el llano que volverse político.

Luisa Valenzuela
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.551 – Cerezas

 Le pide un cartucho de cerezas, granates como besos. Y ella, con la visión de la fruta acurrucada en la cárcel de sus dedos grandes, oye por dentro claramente un clic. Un cortocircuito que le hace parpadear seguido, y abrir de nuevo el abanico. Algo más, señora, le dice él. Y a ella, que quisiera decirle qué más querría, solo le sale por la boca, un par de limones y la cuenta.
En la penumbra fresca del hostal, imagina que son ahora dos puñados de cerezas sus pechos, apresados entre esas manos morenas; que es cautiva, ella entera, de los brazos y piernas del frutero. Y el techo se le cubre de frutos encarnados que maduran, que revientan a un tiempo, que la inundan sin prisa con su jugo. Rojo que le va y le vuelve de dentro a fuera.
Cuando llega el fin del soliloquio de sus dedos, con los mismos abre la ventana. Él está enfrente, ante la puerta de su tienda, mirándola, jugando en su boca con lo que, está segura, es un hueso de cereza.

Miguelángel Flores
De lo que quise sin querer – Ed. Talentura – 2014

3.544 – No me quieras dejar, corazón

  Cuando se sometió a trasplante de corazón, pidió que le entregaran el órgano averiado, conservado en formalina. Temía que al abandonar el corazón viejo olvidaría sus recuerdos más preciados. Descubrió que mientras más lejos dejaba la cajita metálica, esos recuerdos se hacían más borrosos. Un día olvidó la cajita en un café al que iba habitualmente. Cuando regresó a buscarla, había desaparecido. Desde entonces siente en su corazón nuevo un vacío inexplicable, que se acentúa cuando el día está nublado y se llena de ecos cuando comienza a llover.

Juan Armando Epple
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.537 – El jacarandá

  Era adicto al árbol. Nadie ha amado tanto a un árbol como este joven amaba al jacarandá, que una vez al año teñía de violeta indefinido, quizá lila (color de la añoranza, solía decir), el parque al que siempre, de par en par, se abría el balcón de su alcoba:
—También la tarde es violeta, y los pájaros, y el rocío, y la gente que pasa, y mis manos,¡mirad mis manos! -y las enseñaba a cuantos convivían con él.
Fue un siquiatra, enemigo de la poesía, el que desaconsejó la relación del muchacho y el árbol: Una relación -dijo- viciosa. Y el jacarandá fue podado, mutilado de una manera atroz. Mas esa primavera, sus flores fueron de un azul decidido, y también las mariposas que revoloteaban a su alrededor, y los gestos de sorpresa ante su hermosura, y la luz que invadía la casa. Y, a diferencia del daltónico, incapaz de entenderse con los colores, para él todo fue azul.
Molesto el siquiatra por su fracaso, dispuso, subiéndose en una silla para subrayar su poder, que el muchacho fuera llevado a otra habitación, la última, aquella a la que van a dar todos los pasillos, un lugar sin ventana, sin paisaje, sin atardeceres ni árboles. Allí se le oía suspirar y decir palabras ininteligibles que todos supimos de inmediato se trataban de poemas de amor a su árbol. Sólo cesaba la angustia cuando de noche la niña de la casa, con pasitos cortos y la melena suelta le llevaba ramas del jacarandá. Entonces él se dormía y soñaba unas veces que acariciaba el jacarandá, otras que besaba a aquella muchacha única, y las más de las veces que un siquiatra soberbio le perseguía.

Rafael Pérez Estrada
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.530 – El hombre que llora

     El Hospital General es gris por dentro y por fuera. Opalescencias; brillos de quirófano a veces. Relámpagos diagonales de acero pulido contra las concentraciones difusas de la luz eléctrica espaciada a lo largo de los corredores.
Conforme se avanza por los últimos pasillos, la luz se va haciendo más lúgubre pero más intensa. Cada vez más triste. Tan triste que exhala esa luz un olor antiséptico y atroz de tristeza. En el último cubículo, el más luminoso de todos, por el que el sol penetra de lleno a lo largo del pasillo hacia todo el hospital, está la figura que llaman del hombre que llora.
Mucho se ha hablado de esta misteriosa figura que conservan en el Hospital General. Mi abuela ha decidido llevarme a verla, pues es grande la fama del hombre que llora y dicen que a veces concede ciertas mercedes. Mientras vamos por los corredores del hospital las enfermeras como bultos grises y blancos cuchichean a nuestro paso.
Van a ver al hombre que llora ?dice una monja a otra.
Todo es blanco en esa habitación olorosa a formol. El anciano que yace sobre la cama es tan blanco como la manta que lo cubre hasta la barbilla.
El viejecito llora como mujer. Eso dice mi abuela.
Yo me quedo callado. Lo miro atentamente. Su boca se pliega como la de una máscara de teatro. Roja y húmeda chasquea una lengua larga y flaca como un verduguillo contra las encías desdentadas. Por sus mejillas agrietadas resbalan gruesos lagrimones desde sus ojos irritados y legañosos. Sólo su boca y sus ojos se mueven.
Dicen que es una pura cabeza y que no tiene cuerpo, pero esto yo no lo creo.

Salvador Elizondo