3.588 – Nocturno

  La noche de diciembre se llena, en silencio, de nuevos transeúntes: hombres, mujeres, ángeles, colosos, demonios, gnomos, leones, esfinges o deidades, seres pálidos, de marmórea piel, que cruzan Madrid a toda prisa, embozados en sayos o capas, buscando la pensión salvadora, el techo cálido en que encontrar cobijo durante la madrugada de hielo, para volver horas después a atravesar como espectros veloces las calles, antes del amanecer, regresando al lugar del que partieron discretamente.
Esas noches ateridas, los pedestales de las estatuas más recónditas y los frontispicios de ciertas fachadas quedan exentos, vacíos, obsoletos, abandonados.

Miguel A. Zapata

3.581 – El anciano

  Las niñas correteaban a la hora del recreo en el jardín, felices y tranquilas, en aquella apacible tarde de invierno. La hermana religiosa vigilaba y, al tiempo, hacía calceta, sentada en uno de los bancos. Por el sendero, apareció un anciano de noble aspecto, con abrigo y bastón. Al llegar a la altura de la religiosa, se detuvo, se desabrochó el abrigo y se mostró en toda su patética desnudez. Rápidamente, se cubrió de nuevo al tiempo que la hermana profería un grito de espanto. Las niñas interrumpieron sus juegos y se acercaron a la hermana, mientras el anciano se alejaba presuroso. La hermana, turbada, se aturulló y no supo darles ninguna convincente explicación. Las niñas pensaron que habría sido culpa de aquel anciano exhibicionista que todos los días, cuando la hermana hacía calceta, se desabrochaba el abrigo delante de ellas y les regalaba caramelos…

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.574 – Últimamente ocurren cosas…

  Últimamente ocurren cosas extrañas en casa. Por ejemplo, giro la llave de la luz y las paredes tiemblan. Las bombillas se prenden poco a poco, sin convicción, como si necesitaran tener algo hermoso delante para proyectar su claridad. Si llega mi hija mayor de visita, resplandecen como focos de un teatro ante la primera actriz. Es imposible hablar por teléfono sin que otras conversaciones se crucen con la nuestra y a menudo aparece la voz de una anciana que, cuando discuto de asuntos bursátiles con mi corredor, interviene indignada:
—¡Todo lo que usted dice son tonterías y se va a arruinar! ¡Venda esas acciones, desgraciado! —me grita.
He perdido mucho dinero por hacer caso de las advertencias de la vieja.
Los tenedores se niegan a pinchar, el papel de las paredes muda de formas y colores diariamente y el cuadro de cacería del salón un día amaneció con ríos de sangre procedentes del pobre ciervo atacado por los perros. Mi bufanda trató de estrangularme y sólo pude zafarme de su abrazo criminal gracias a la ayuda de los criados, que vieron cómo daba tumbos y rodaba asfixiado en el recibidor.
Estos trastornos y otros más, han surgido desde que cambiamos la instalación eléctrica. Yo sospecho que, al igual que en las clínicas devuelven la vida con electrodos a los que sufren un colapso, nuestra vieja casa, la que heredamos de mis abuelos y llevaba tanto tiempo aletargada, ha resucitado gracias a la nueva instalación y se ha dado cuenta de que somos unos intrusos. Nos odia.

3.567 – Secuestradores

  El plan, en su primera fase, salió a la perfección. En pleno vuelo, conminaron al comandante del avión para que aterrizara en el aeropuerto más cercano. Ningún pasajero ni miembro alguno de la tripulación opuso resistencia. Una vez que hubieron tomado tierra, los secuestradores ordenaron tanto a los tripulantes como a los pasajeros que se desnudaran. Pensaban que así les resultaría más penosa una posible huída por las pistas de aterrizaje ante tantos miles de ojos. Porque la noticia había corrido como la pólvora y cientos de curiosos se agolpaban para ver el aparato secuestrado. La policía impedía que se aproximaran. Los secuestradores exigieron un millón de dólares. Las autoridades se negaron. Rebajaron sus pretensiones, pero la negativa persistía… Por último, dado que se conformaban con mil dólares, los mismos pasajeros reunieron la cantidad requerida y, previa devolución de sus vestidos, entregaron el dinero a los secuestradores y abandonaron el avión. Pero éste no podía despegar porque a juicio del comandante necesitaba combustible. Las autoridades pretendían cobrar su importe y los secuestradores, al ver que les tocaba poner algo de su bolsillo, decidieron entregarse. En medio de las carcajadas generales, se introdujeron abochornados y cabizbajos, en el furgón de la policía.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/

3.560 – Fuga crepuscular

  Ahora que ya duerme, quisiera contarte algo sobre tu padre. La semana pasada descubrí que habían desaparecido mis pendientes de brillantes, más otras joyas menos valiosas. Ayer me puse a buscarlas por todo el piso. Abrí todos los cajones, también los de la cómoda de su cuarto. En uno de ellos, sepultados bajo su ropa interior, encontré dos billetes de avión para mañana con destino a las islas Seychelles, junto a la fotografía de una anciana que también va en silla de ruedas. Convendrás conmigo en que nunca antes le habíamos visto tan contento. ¿Y si hiciéramos la vista gorda?

Joaquín Valls Arnau

3.553 – La componente trágica de la música radica muchas veces en su periferia

  Los pentagramas de Scriabin producen siempre en los primeros compases una densa expectación cargada de presagios, que, con el desarrollo ulterior de la obra, puede llegar a convertirse en zozobra.
Esta ansiedad previa suele dar lugar a dos tipos de desazón. Una es anal: buena parte del público se mueve y restriega en sus asientos. La otra es oral: las bocas se secan, bullen las lenguas, y los labios se mueven en succionante añoranza del pecho materno.
Para calmar esta última hay quienes utilizan el conocido recurso del caramelo. Había ese día allí una de esas personas, y ya iba por el tercero. Abrió el bolso, clic; rebuscó en su interior, crost graffatat zruasst. Al fin encontró el paquete de caramelos; extrajo uno, creeffst climfliss, y comenzó a desenvolverlo pausadamente, carrassffufsitss errelestffrashh…
A su lado, un espectador desistió de apantallarse las orejas con las manos tratando de seguir la música; no había manera de oír más que el despliegue del papel de celofán del caramelo. Miró hacia el asiento de su vecina con intenso odio.
Se trataba de una enflaquecida señora entrada en años. Él, sin embargo, era un simple obrero, de aquellos que han oído que la cultura es revolucionaria en sí misma y se afanan en pos de ella, malgastando tiempo y dinero para, finalmente, no enterarse prácticamente de casi nada.
La señora ni entendía ni atendía. Había oído que la cultura daba un cierto prestigio y hacía tiempo que iba por allí dos veces por semana a aburrirse resignadamente.
Él reparó en las joyas de ella. Su marido las habría adquirido —sin lugar a dudas— tras la aviesa acumulación de plusvalías absolutas y puede que incluso de relativas. Erraba en su análisis; las joyas eran pura quincalla, y la señora una modesta funcionaria que trataba de imitar a las señoras de su barrio, que imitan a las de los barrios residenciales, que, a su vez, imitan a las marquesas. Si él, como se ve, confundía análisis con olfato, éste no le engañaba: pese a lo patético de sus hechuras se trataba de una señora de acendrado reaccionarismo.
El odio inicial era un sentimiento cálido comparado con el frío de la mirada subsiguiente, la temible mirada que antecede al crimen inexorable. Nadie que haya recibido una mirada así ha podido luego contar cómo es exactamente.
Pasó el brazo por el respaldo del asiento de la pobre mujer, cuya cabeza apenas sobresalía. Sus tremendos dedos de enérgico obrero pinzaron el cuello en un único apretón. La cabeza de ella quedó abatida sobre el pecho, en posición nada desusada: es mucha la gente que se duerme en los conciertos.

Alberto Escudero
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.546 – [1]

  Me interesa mucho la botánica. Puede decirse que soy un autodidacta: tengo el cuarto lleno de hojas de diferentes formas y colores, de distinta dentición y ramificaciones. Las hojas son tantas que ya han comenzado a trepar las paredes, lamiéndoles la cal. Hermosas hojas lanceoladas que apuntan hacia el suelo, hojas escotadas, partidas; hojas aciculares, como agujas de cristal. Si camino el suelo cruje, por las que han caído y están secas. Todos los días rompo algunas, pero esto no constituye un problema: por las calles se encuentran millones, antes que los autos las destrocen o que los estudiantes las utilicen como proyectiles contra los soldados. El otro día presencié un combate entre los estudiantes y los soldados. Después un policía me llevó a prestar declaración: quería que testimoniara cómo una hoja de plátano lanzada por un joven fue a darle en la cara a un cabo y al rozarle un ojo, lagrimeó un poco. El joven fue reprimido violentamente por los demás soldados, quienes lo echaron sobre el suelo y lo rociaron con gasolina. Después de mojado, cada soldado se acercaba a echar un fósforo. Ardió durante unos minutos. Después se hizo cenizas. De todos modos el cabo tenía el ojo rojo, por lo cual el juez estaba muy preocupado. «A alguien hay que castigar por esto» —decía—. «Esto no puede quedar impune. ¿Qué dirá su señoría, el presidente, si no castigo a nadie?» Yo me negué a declarar, pretextando resfrío: conozco varios testigos que después de declarar han sido encarcelados, ante la ausencia del culpable. Nadie se anima a dejar una ofensa a la autoridad impune. Lo único que lamento es que uno de estos días tendré que desprenderme de mi colección de hojas. Así me lo aconsejó un abogado amigo mío, entendido en la materia. Desde que los estudiantes han adquirido la peligrosísima costumbre de enfrentar a los soldados con hojas caídas de los árboles, éstas han pasado a ser consideradas por el gobierno como armas ofensivas contra la seguridad del estado. Aunque mi conducta es irreprochable, mejor me deshago de ellas: todos los días hay allanamientos y no quisiera imaginar mi destino si las encuentran en mi cuarto. Ya no se puede estar seguro en ningún lado.

Cristina Peri Rossi
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.539 – Un regreso

  Aquel viajero regresó a su ciudad natal, veinte años después de haberla dejado, y descubrió con disgusto mucho descuido en las calles y ruina en los edificios. Pero lo que le desconcertó hasta hacerle sentir una intuición temerosa, fue que habían desaparecido los antiguos monumentos que la caracterizaban. No dijo nada hasta que todos estuvieron reunidos a su alrededor, en el almuerzo de bienvenida. A los postres, el viajero preguntó qué había sucedido con la Catedral, con la Colegiata, con el Convento. Entonces todos guardaron silencio y le miraron con el gesto de quienes no comprenden. Y él supo que no había regresado a su ciudad, que ya nunca podría regresar.

José Mariá Merino
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.532 – El jugador

Sonaban las once y media de la noche y entró en la casa de la vieja condesa. Sin ser visto atravesó el vestíbulo silencioso, apenas alumbrado, y no le fue difícil descubrir en el piso primero la escalera que conducía a la habitación donde le esperaba la joven. Empujó la puerta y ella estaba allí, sonriente, con las mejillas encendidas y las manos juntas, quizá asustada. Era una primera cita de amor y aguardaba, ilusionada, oír las mismas palabras que el pretendiente le escribía en sus cartas.
Dio dos pasos hacia la muchacha, alzó las manos y en vez de acariciarla se las puso en el cuello y apretó con toda su fuerza. Ella se debatió sin poder desasirse y, a los pocos minutos, él la dejó caer sin ruido al suelo y allí quedó con un rostro totalmente distinto.
Entonces, él buscó por todos sitios, abrió el armario y tomó sortijas y pulseras mas no encontró dinero. Luego bajó despacio, cruzó las habitaciones en penumbra y se alejó por la calle con pasos decididos.
A la noche siguiente se presentó en la casa del aristócrata donde había juego, tomó una carta y puso sobre ella no un fajo de billetes, como hacían los otros jugadores, sino un puñado de anillos y pulseras. Oyó una voz que anunciaba: «Reina de espadas». Su carta no era aquélla, y había perdido todo… Al levantar la vista quedó aterrado: en el lugar del banquero estaba ella. Tenía la cara violácea, ojos en blanco y una extraña mueca en los labios; sobre la frente le caían mechones de pelo. Y vio que extendía su mano hacia las joyas, la mano, juvenil, suave y delicada, donde la noche anterior él debía haber depositado un beso.

Juan Eduardo Zúñiga
Más por menos. Antología de microrelatos hispánicos actuales. Sial ediciones-2011