3.689 – El enemigo verdadero

  Un día me encontré cara a cara con un tigre y supe que era inofensivo.
En otra ocasión tropecé con una serpiente cascabel y se limitó a hacer sonar las maracas de su cola y a mirarme pacíficamente.
Hace algún tiempo me sorprendió la presencia de una pantera y comprobé que no era peligrosa.
Ayer fui atacado por una gallina, el animal más sanguinario y feroz que hay sobre la tierra.
Eso fue lo que le dijo el gusanito a sus amigos.

Jairo Anibal Niño

3.688 – El mandarín y la cortesana

  Un mandarín estaba enamorado de una cortesana.
«Seré tuya», dijo ella, «cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana».
Pero, en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.

Roland Barthes

3.687 – Aldea pereza

 Un ejército de mercenarios invade Aldea Pereza. Ninguno de los nativos mueve un dedo por defender el hogar. Los mercenarios miran, incrédulos, cómo los vecinos dormitan al amparo de las sombras y bostezan ante la evidencia del saqueo. Sólo el alcalde consigue levantar un dedo tímidamente acusador ante los invasores, y balbuce unas palabras para decirles, básicamente, que la infección que padecen es contagiosa y muy rápida.
A los mercenarios no les da tiempo a comprender. Al poco, caen exhaustos bajo el peso de las arcas repletas de monedas.
Dentro de un tiempo, preocupado por su ausencia, el rey que contrató a los mercenarios enviará otra horda a Aldea Pereza para averiguar qué ha ocurrido, y todo volverá a empezar.

Ana Tapia

3.686 – El niño al que se le murió el amigo

  Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

Ana María Matute

3.685 – La isla del tesoro

  Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último esfuerzo encontraríamos el legendario tesoro del capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos sentamos encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito: “Bésenme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.

Slawomir Mrozek

3.684 – El árbol

 Vivo en una casa no lejos de la carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos. Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.
Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela.
Recibí un escrito de la Autoridad. “Existe el peligro –decía el escrito– de que un coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo”.
Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé. Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.
Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada.
No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando. ¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un accidente?
Y no les costaría nada, aparte de la munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?

Slawomir Mrozek

3.683 – La papelera

  Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las mañanas dejaba mi coche.
Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión, porque es difícil sustraerse a la penosa imagen de ese vicio de urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la papelera podía albergar.
Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.
Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de lo que tenemos.
Pero sí debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero.
Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer y contraje matrimonio con una jovencita encantadora, me compré una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un trasplante capilar en la mejor clínica suiza y eliminé de por vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana juventud.
El billete de lotería que extraje de la papelera estaba sucio y arrugado, como si alguien hubiese vomitado sobre él, pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me aguardaba en el inmediato sorteo navideño.

Luis Mateo Díez

3.682 – El cangrejo

  Entre las muchas virtudes de Chuang-Tzu estaba la habilidad en el dibujo. El rey le pidió que dibujase un cangrejo. Chuang-Tzu dijo que necesitaba cinco años de trabajo, y un palacio con doce sirvientes.
A los cinco años aún no había empezado el dibujo.
«Necesito otros cinco años», dijo Chuang-Tzu. El rey se los concedió.
Transcurridos diez años, Chuang-Tzu cogió el pincel y en un momento, de un solo gesto, pintó un cangrejo. El cangrejo más perfecto que jamás se ha visto.

Italo Calvino

3.680 – Camélidos

  El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido.
Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.
Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer ilusoria.

Juan José Arreola