3.306 – El incendio

    El incendio se propagó rápidamente por todo el inmueble, uno de los más altos de la ciudad. Acudieron los bomberos, pero sus esfuerzos por dominar las llamas resultaban inútiles. Casi todos los ocupantes del edificio ascendieron a la azotea. A través de los megáfonos se les advirtió que tuvieran paciencia y aguardaran a que la lona estuviera dispuesta, ya que las escaleras de salvamento no alcanzaban semejante altura. Algunos, semiasfixiados por el humo y no pudiendo contener sus nervios, se lanzaron al vacío, estrellándose contra el suelo, ante la horrorizada mirada de millares de transeúntes curiosos, que se arremolinaban en torno al edificio. Finalmente se tendió una lona, sostenida por medio centenar de bomberos. Algunos caían sobre la lona, pero otros no… Un concejal, nostálgico, a propósito de lo que estaba viendo, comentaba a un colega el espectáculo que ofrecen en México unos mestizos que se arrojan al mar, entre las rocas, desde una impresionante altura, ante la curiosidad de los turistas, sin sufrir percance alguno. «Todo es cuestión de entrenamiento», afirmó.

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
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3.270 – El perdón

 alonso-Ibarrola2   Cuando la muchacha habló de matrimonio, no quisieron escucharla. Opinaban sus padres que «aquello» era una locura. «¿Qué diría la gente?». A la muchacha no le importaba nada la opinión de la gente. Tampoco le importaba vivir como los gitanos, de ciudad en ciudad, porque su marido actuaba en las plazas de toros. Se querían y eso, a su entender, era suficiente. No lo entendieron así sus padres y un día ella desapareció para siempre. Años más tarde, en el lecho de muerte, el padre los perdonó. El matrimonio acudió junto al moribundo. La hija besó con emoción la frente de su padre y luego aupó a su marido —un famoso torero-enano, figura destacada de un espectáculo cómico-taurino— para que hiciera lo propio…

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3.231 – El árbitro

alonso-Ibarrola2   El partido de fútbol transcurría, en su primera parte, con normalidad, a pesar de su enorme trascendencia para el equipo local. Al llegar el obligado descanso, el árbitro, los jueces de línea y los jugadores de uno y otro bando se retiraron a las casetas. Ya en los vestuarios, el árbitro fue requerido con urgencia al teléfono. Desde una habitación de la Maternidad su mujer le notificaba, con cierta desilusión, que había sido niña… Una preciosa niña de ojos azules. La quinta… En la segunda parte del encuentro —y sin que nadie supiera por qué—, expulsó a dos jugadores del equipo local, con gran rigor en la apreciación de las faltas, señaló un penalti y amonestó a otros tres… Los aficionados locales querían lincharlo, al término del encuentro, que señalaba la victoria del equipo visitante. Protegido por la fuerza pública, impasible y ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor, inició el penoso retorno a su hogar…

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3.224 – La silla eléctrica

alonso-ibarrola2-300x200   El grupo de personas de severo aspecto se detuvo ante una de las puertas de los calabozos destinados a los condenados a muerte. Un vigilante abrió solícito. Una figura humana se perfilaba en el catre, oculta totalmente por una manta. Al oír el rumor de pasos, asomó justo la frente, un ojo y un mechón de cabellos, ocultándose nuevamente por completo. «iVamos, John, no nos hagas perder el tiempo! Sabes que esto nos disgusta tanto como a ti…». John no se inmutó y el gobernador de la prisión, molesto, tiró de la manta. John, descubierto, se limitó a sonreír… Se irguió de la cama y efectuó unos movimientos gimnásticos. Uno de los vigilantes, visiblemente molesto, no pudo por menos que objetar: «iVamos, John, ¿para qué quieres hacer gimnasia?». John acusó el impacto y de repente lanzó un grito terrible: «¡Mamá!». Un grito que resonó en todos los pasillos y corredores de la prisión.
Un grito al que siguieron otro y otros… Lo llevaron de prisa y corriendo, lo sentaron en la silla eléctrica, le ataron de pies y manos y John se calmó. «Te pondremos la venda, John…», le aclaró paternalmente uno de los verdugos. John sonrió tristemente. Dos gruesas lágrimas surcaban su rostro. Se hizo un profundo silencio y segundos más tarde el cuerpo de John se estremeció por un momento. Los testigos asistían mudos y graves al espectáculo. Cuando todo hubo terminado, uno de ellos comentó en voz baja con su compañero: «Hasta el último momento esperé que le indultaran. Al menos, en las películas siempre ocurre eso…».

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3.214 – Sordomudos

alonso ibarrola   Afirmaba conocer el alfabeto de la mímica y entender a la perfección el lenguaje utilizado por los sordomudos. Es por ello que entró a prestar servicio en un nuevo y original programa televisivo. Su labor sería cómoda y bien remunerada. Debía limitarse a ofrecer las noticias que un locutor leía previamente, con los signos habituales del método para sordomudos. Días más tarde fue despedido de empleo y sueldo, por la denuncia de varios telespectadores sordomudos. Por lo que se pudo saber más tarde, era un impostor. Ignoraba totalmente el alfabeto mímico y se lo inventaba sobre la marcha. Alegó que tenía necesidad de trabajo y que estaba convencido de que la cosa no tenía la menor importancia, pues las noticias no tenían interés alguno y a nadie perjudicaba…

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3.207 – Carta de América

alonso-Ibarrola32   He recibido carta de los Estados Unidos de América. Mañana el cartero me mirará con más respeto. Tras haber cenado, la abriremos. María recogerá el mantel. «Doblad las servilletas», dirá. Yo la doblaré en cuadro, porque mi hijo mayor la dobla en triángulo y su hermana hace un nudo. Y en el silencio de la noche sólo se oye el rasgueo del papel al romperse. «Queridos padres y hermanos…» Comienzo a leer la carta en voz alta, pausada, un tanto monótona… Vive bien. Allí todos viven bien. Tiene automóvil, frigorífico, dice «quiero» y al momento se lo llevan a casa. Luego tiene diez, veinte años, toda una vida, si es necesario, para pagar. He terminado la lectura. Silencio. Mi mujer llora. Yo procuro no pensar en nada. Pero no puede ser: pienso. Me es imposible no pensar en nada. Resulta ridículo, pero veo unas cataratas, las del Niágara, que conozco a través de una película. Mi hijo vive a dos mil kilómetros de las cataratas del Niágara, pero yo le veo tranquilamente paseando bajo el torrente de agua con un paraguas… Ahora mi mujer me preguntará: «¿En qué piensas en este momento?». La pregunta repetida mil veces al día. «Pensaba en las cataratas…» No, me resulta imposible. Inventaré si es preciso alguna historia maravillosa. La última vez me dije: basta. Porque, sin reflexionar, a la acostumbrada pregunta contesté: «Pienso en lo difícil que sería trasladar un ataúd de América a nuestras tierras…» Lloró y me reprochó mis tontas ideas. Pero yo siempre tengo la duda: ¿Subirán los ataúdes a los barcos como los automóviles, con grúas? Tiene que resultar muy extraño ver un ataúd suspendido en el aire…

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3.179 – La aventura

alonso-IbarrolaHuesca   Sonó el teléfono de mi despacho, era Ana. Me causó gran extrañeza porque jamás me había requerido directamente para nada. Era su marido quien trataba siempre conmigo. Una amistad íntima, fraterna, surgida hacía muchos años, que su posterior matrimonio no truncó ni enfrió. Ana estaba nerviosa, excitada… y yo no supe detenerla a tiempo. Tenía necesidad de desahogarse con alguien. Eso supuse al oír sus primeras frases. Luego, la confesión, de improviso, se tornó más íntima, más personal, más alusiva, más directa… ¿Estaba loca? Cuatro hijos a su cuidado y me proponía una huida… “! Compréndelo, Ana! No es posible…”. Pero Ana no quiso comprender nada y colgó. Aquella misma tarde hablé con su marido, le conté todo y no pareció sorprenderse. “Escucha —me dijo—, ¿por qué no aceptas?” Mi asombro fue tan grande que no pude replicar ni decir nada… “Pero si…”. El insistió: “Escúchame con calma. No dramaticemos. Ella necesita una aventura, un escape. Está harta de mí, del hogar, de los hijos… Sus nervios están desechos. Tú eres mi mejor amigo, tengo confianza en ti… Si no fuera así no me atrevería a decirte que, por supuesto, todos los gastos que ocasione vuestro viaje… —por cierto—, ¿a dónde iríais?— los pagaría yo… ¿Qué me dices a esto?”, “No sé balbucí—. Tendré que consultarlo con mi mujer…”

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3.155 – El secuestrador

  alonso ibarrola  Estuvo vigilando a un hombre de negocios que lloraba porque sus familiares se negaban a pagar el rescate. Sabía que trataban de regatear aunque declaraban compungidos por las emisoras radiofónicas que estaban desolados. Luego, en casa, veían sus programas favoritos en la televisión. El secuestrado y él se tomaron mucho cariño. Jugaban a las cartas, al ajedrez y el secuestrado se ponía muy contento cuando ganaba. Luego, de repente, se acordaba de que estaba prisionero y se echaba a llorar. Al separarse —una vez pagado el rescate— se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Cuando meses más tarde detuvieron al secuestrador, el hombre de negocios se personó para su identificación, y exclamó: » ¡ Sí, es él!», al mismo tiempo que le propinaba una sonora bofetada ante los perplejos policías.

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3.130 – Un marido

alonso-ibarrola2-300x200  Soy enemigo de la injusticia. Me lo repito todos los días ante el espejo, en el cuarto de baño. Mi protesta ante una situación injusta no tiene límites… Perdón, los tiene. Lo admito noblemente, no soy capaz de arrodillarme en medio de la calle, rociarme con gasolina y prenderme fuego. Soy tímido, vergonzoso y mis alaridos de terror provocarían ciertamente la atención de todos. No me gusta llamar la atención. Hay otras maneras y otras formas. “Clic”, la radio no deja de hablar. Resulta más difícil hacer lo mismo con el televisor. Mi familia protesta. Y entonces ¿qué puede hacer uno? Un amigo mío no soporta que nadie le contradiga. Su negativa la respalda con violentos puñetazos en la mesa, estrella botellas, vasos y platos contra la pared. ¿Sería yo capaz de hacer lo mismo?, me dije un día. ¿Por qué no? Y estrellé una jarra contra la pared. Estábamos todos sentados, ocupando un tresillo y el locutor decía estupideces. Hecha añicos, los cristales se esparcieron por la habitación. “¡Recoge!”, dijo ella, con voz seca y autoritaria. No tuvo la más mínima consideración hacia mi persona, hacia mi dignidad de padre. Delante de nuestros hijos tuve que recoger, uno por uno, todos los trozos de la jarra, arrodillado… Al estirar el brazo para recoger un trozo de cristal alejado, mi hija protestó: “Papá, agacha la cabeza que no me dejas ver…”.

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3.118 – Ofuscación

alonso ibarrola   He perdido mi empleo. Después de veinte años trabajando en la misma empresa me han despedido. Un despido fulminante. Y todo por un momento de ofuscación, sí, ofus-ca-ción, ésta es la palabra exacta, la palabra que pronuncié ante el director general. Pero fue inútil. Ella chilló, gritó como una histérica. Todo lo eché a perder en unos segundos, la estima de mis compañeros, la consideración de mis jefes. Veinte años de puntualidad y eficacia echados por la borda. ¿Han sido injustos conmigo? Algunos aseguran que sí, que debería ir a los tribunales, que la razón está de mi parte… Pero si voy a los tribunales, los periodistas podrán enterarse de todo y publicarlo. Y aunque pusieran —que no lo harían, estoy seguro— solamente mis iniciales, mi mujer y mis hijos terminarían por enterarse. Quizás, si el juicio se celebrara a puerta cerrada…
Pero seguro que se oiría todo desde fuera. Porque a ella, a la muchacha, le dirían que lo contara todo. Y lo contaría, y chillaría nuevamente. Porque chilló muchísimo. Esa muchacha tiene un grito agudo, penetrante, me consta. Logró que acudiera todo el personal. Ella estaba en el servicio, en los servicios de mujeres, y yo en el de hombres. ¿Qué me impulsó a subirme encima de la taza del inodoro y mirar por la cristalera, al otro lado? No sabría explicarlo jamás… Era la primera vez que lo hacía. Y ella chilló, chilló mientras trataba de bajarse la falda cuando descubrió mis narices aplastadas en el cristal. No sucedió nada más, doctor, se lo juro. ¿Cómo me ganaré la vida de ahora en adelante? No tengo valor para permanecer en una esquina, con el brazo extendido y la mano abierta, solicitando una limosna.

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