1.471 – Lejanías

jose-maria-merino2 No hay demasiada gente y puedo ver con claridad a la mujer desde el mismo momento en que entra en el vagón. Hay algo raro en sus ropas y en su actitud. Cubre su cabeza con una pañoleta oscura, las puntas atadas en la nuca, y los hombros con una toquilla parda. Salvo por los zapatos deportivos, parecería una campesina de otra época. De uno de sus hombros cuelga una especie de zurrón, y lleva en una mano un vaso de plástico, mientras enarbola en la otra un objeto que no puedo distinguir todavía.
Con voz aguda, trémula, y con aire de súplica, la mujer inicia una larga parrafada, en que sólo se entienden dos palabras, una que se parece a «señores» y otra que habla de alguna parte de la Europa del sur oriental. Algunos pasajeros buscan monedas en los bolsillos y las depositan en el vaso de la mujer. Cuando está más cerca puedo ver que el objeto que presenta es la fotografía de un grupito de personas.
Entonces percibo un movimiento en la mujer que va sentada a mi lado, y me encojo con gesto instintivo, imaginando que ha movido sus brazos para buscar en su bolso alguna limosna con destino a la exótica pedigüeña. Mi vecina lleva un bolso de lona viejo y viste un abrigo bastante raído.
Sin embargo su gesto no indicaba ninguna búsqueda en su bolso, sino un movimiento del cuerpo, el de ponerse en pie. Lo hace, y casi al mismo tiempo empieza a dar voces rabiosas, en un idioma también desconocido, dirigidas a la mujer que viene por el pasillo con su vaso de plástico y su fotografía. La otra se queda quieta, atónita, pero enseguida responde a las imprecaciones de mi vecina con gritos destemplados. Separadas por un pequeño espacio, ambas mujeres se gritan, se recriminan, tal vez se insultan, en esa lengua extranjera, incomprensible.
El metro se ha detenido en una estación y, como si la parada marcase la culminación de una crisis, las mujeres se callan, se miran, y de repente echan ambas a llorar, una frente a la otra, con largos gemidos la mendiga, con hondos sollozos mi vecina, mientras el resto de los pasajeros, sin comprender nada, sentimos pasar a nuestro lado el ángel de la desolación.

José María Merino

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