Lo remata la cabeza de un caballo encrespado, con la crin revuelta y su relincho congelado en la plata.
Perteneció a mi abuelo. Lo tenía sobre la mesa de su despacho y con él abría los sobres con limpieza de maestro de esgrima: el papel sufría una herida invisible. Cuando hundía la hoja en el sobre, la cabeza de caballo parecía cabalgar como una figura de guiñol.
A la muerte de mi abuelo, el despacho lo ocupó mi padre. El abrecartas no lo utilizaba: una secretaria le presentaba cada mañana la correspondencia ordenada en una carpeta.
A la muerte de mi padre, no pude ocupar su despacho, pero me traje a casa el abrecartas. Yo quisiera utilizarlo tan hábilmente como mi abuelo. Cada día acaricio la cabeza de plata de la bestia.
Desde hace años espero alguna carta para ir practicando.