Le he dicho que me muerda. Joder. Qué parte de la frase no ha entendido, doctor.
Hacía calor en aquella habitación de ventanas cerradas, cortinas tupidas y mobiliario indispensable. Una cama de dos cuerpos, un par de mesillas compradas en Ikea, algún que otro libro, armarios lacados en blanco y fotografías de una familia sonriente.
El joven de bata blanca no quiso entrar en batallas estériles. A esas horas de la noche, el servicio de urgencias de un hospital tiene la capacidad de destrozarte los nervios, a poco que intentes comprender las manías de la gente. Así que hizo como si no oyese al paciente y siguió a lo suyo.
No me ha oído, le insistió aquel, nervioso. Que me muerda. Joder.
El joven médico, con un gesto que aparentaba resignación, acercó su boca al cuerpo de aquel hombre. Lentamente se acercó a su yugular y, con simulado recato, mordió lujuriosamente el cuello de Oriol, tratando, eso sí, de no dejarle marca alguna.
Ambos sonrieron medio avergonzados. Hubo después un gemido intenso, babas y lametones, toqueteos acelerados y un final un tanto violento.
Me lo he pasado fenomenal, Marcos, le dijo al joven mientras este se acababa de vestir y buscaba en la mesilla de noche el billete de costumbre. Cuándo quieres que vuelva, preguntó ahora el joven. El viernes mi mujer vuelve a irse con los críos al pueblo. Te parece bien a eso de las diez, después de cenar, dijo Oriol desmadejado aún en la cama. Y se besaron en los labios.
Antes de que Marcos saliese de la habitación, Oriol, tendido desnudo y satisfecho, le dijo bromeando que para el viernes se acordara de venir con el disfraz de bombero.