No podía tolerar que mi esposa acudiera todos los domingos a verle y que le susurrara cosas al oído, cuando a mí ya ni siquiera me dirigía la palabra. Admito que él era más joven y más delgado que yo: cómo iba a ignorarlo, si tenía la desfachatez de pasarse todo el día semidesnudo, exhibiendo su magro torso. Una mañana no pude resistir más tanta provocación y me acerqué al templo. A ella le descerrajé un tiro en el entrecejo. A él lo descolgué del crucifijo y lo hice astillas contra el suelo.