2.399 – Gemelas

PedroHerrero  En principio, el hecho de enamorarme de una mujer que tenía una hermana gemela no debería resultar embarazoso, al margen de la anécdota inevitable. No soy el primero ni el último que pasa por esta situación. Pero reconozco que cuando conocí a la que había de ser mi cuñada experimenté una extraña familiaridad, como si besara a mi novia por segunda vez consecutiva. A ello contribuyó (todo hay que decirlo) la buena disposición con la que ella correspondió a mi saludo, como si aquella no fuera la primera vez que nos veíamos. Y cuando descubrí que la sintonía entre las dos mujeres se extendía a los mínimos detalles de su carácter, dejé a un lado la estabilidad que esa compenetración significara para ambas y empecé a hacerme preguntas que no sabía responder. No pude -aunque lo intenté- dejar de mirar a mi cuñada con el mayor disimulo, cada vez que coincidíamos los tres para tomar unas copas o celebrar un cumpleaños. Ni pude dejar de evocarla haciendo el amor, imaginando que su cuerpo reaccionaría con el mismo abanico de gestos y gemidos que yo ya conocía. Llevé lo mejor que supe la inconfesable obsesión por resolver mis dudas enfermizas, que no menguaron con el paso de los años, y estuve de acuerdo en que -conforme a la educación que me habían inculcado de pequeño- mis pensamientos lascivos merecían un castigo ejemplar. Ahora bien: que la hermana de mi mujer haya acabado enamorándose de alguien idéntico a mí, me parece una condena –a todas luces- excesiva.

Pedro Herrero

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