Onetti

eduardo galeano2Yo no tenía ni veinte años y andaba jugando a la gallina ciega en las noches del mundo.
Quería pintar, y no podía. Quería escribir, y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces se lo llevaba a Juan Carlos Onetti.
Él estaba siempre en cama, por pereza, por tristeza, rodeado de pirámides de puchos, tras una muralla de botellas vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases inteligentísimas. El maestro Onetti miraba al techo y no abría la boca más que para bostezar, fumar y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y quizá mascullaba algún fruto de sus prolongadas meditaciones sobre la situación nacional e internacional:
-La cosa se jodió -decía- el día que los milicos y las mujeres aprendieron a leer.
Sentado a su orilla, yo esperaba que él me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente geniales, pero él callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:
Mirá, pibe. Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, habría llegado a ser director de la banda del pueblo.

Eduardo Galeano

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