3.575 – El amor

  Liliana tiene las rodillas más redondas y mullidas que he conocido nunca. Sus piernas son dos ríos blancos. Ella siempre procura dejarlas al descubierto tirando con disimulo del vestido, sonriendo desde su silla de ruedas.
El cuerpo de Liliana está paralizado desde la cadera hasta los pies, que son pequeños y están siempre de puntas, como si estuvieran a punto de tocar el suelo. Ella pasea sentada. Espera sentada. Seduce sentada. Va, viene y regresa en su asiento perfumando toda la casa. Liliana me trastorna. Si la desease más, moriría asfixiado. Cuando se abre su sonrisa y las rodillas surgen, sólo puedo pensar en una cama y en su silla vacía. Ella se entrega sin remilgos; confiada, hace y me deja hacer. Su imaginación es un pozo sin fondo. Sus manos, dos pájaros que me sobrevuelan y urden nidos de placer. Si alguien me hablara de una mujer con las cualidades amatorias de Liliana, yo pensaría que tal maravilla sólo puede existir en un libro de cuentos.
Pese a todo, algo me turba al amarla. La desnudo sentada, la alzo con ansiedad y la poso entre las sábanas. Ella incorpora su torso fresco y, extendiendo los brazos, reclama mi apetito una vez más. Beso sus senos de cimas moradas, muerdo sus labios musicales y me precipito en ella: la mitad de Liliana se estremece como el agua. Juntos atravesamos la noche hasta caer desvanecidos. Luego, recobrando el aliento, ella me sonríe; puedo adivinar su perfume por debajo de los hilos de sudor. Ella se vuelve para encender un cigarrillo y me muestra su blanquísimo costado, sus suaves cicatrices. Yo miro cómo fuma hasta que sus ojos van cerrándose. Y es entonces cuando, turbado, me quedo observando cómo Liliana duerme tan serena, con la mitad que más amo siempre intacta.

Andrés Neuman