3.537 – El jacarandá

  Era adicto al árbol. Nadie ha amado tanto a un árbol como este joven amaba al jacarandá, que una vez al año teñía de violeta indefinido, quizá lila (color de la añoranza, solía decir), el parque al que siempre, de par en par, se abría el balcón de su alcoba:
—También la tarde es violeta, y los pájaros, y el rocío, y la gente que pasa, y mis manos,¡mirad mis manos! -y las enseñaba a cuantos convivían con él.
Fue un siquiatra, enemigo de la poesía, el que desaconsejó la relación del muchacho y el árbol: Una relación -dijo- viciosa. Y el jacarandá fue podado, mutilado de una manera atroz. Mas esa primavera, sus flores fueron de un azul decidido, y también las mariposas que revoloteaban a su alrededor, y los gestos de sorpresa ante su hermosura, y la luz que invadía la casa. Y, a diferencia del daltónico, incapaz de entenderse con los colores, para él todo fue azul.
Molesto el siquiatra por su fracaso, dispuso, subiéndose en una silla para subrayar su poder, que el muchacho fuera llevado a otra habitación, la última, aquella a la que van a dar todos los pasillos, un lugar sin ventana, sin paisaje, sin atardeceres ni árboles. Allí se le oía suspirar y decir palabras ininteligibles que todos supimos de inmediato se trataban de poemas de amor a su árbol. Sólo cesaba la angustia cuando de noche la niña de la casa, con pasitos cortos y la melena suelta le llevaba ramas del jacarandá. Entonces él se dormía y soñaba unas veces que acariciaba el jacarandá, otras que besaba a aquella muchacha única, y las más de las veces que un siquiatra soberbio le perseguía.

Rafael Pérez Estrada
Más por menos. Sial Ediciones.2011