3.501 – Día 13

      Cuando dijo soy una buena persona supe de inmediato que me había vuelto a confundir de hombre. Tantos años de mostrador me han enseñado que hay ciertas frases que siempre significan lo contrario de lo que dicen. Las buenas personas no están tan seguras de sí mismas como para afirmarlo en voz alta. Mi corazón empezó a desbocarse en plan delator cuando a continuación dijo no soy una persona violenta.
Miré alrededor buscando la puerta de salida. Él no se dio cuenta de mi nerviosismo, o pensó que sus palabras me estaban excitando y que por eso mi respiración iba tan acelerada. Se acercó a la silla donde me había sentado a beber una coca-cola. Se quedó frente a mí de pie, tan cerca que seguramente oía mi corazón. Una gota de sudor cayó de mi codo a su zapato. En ese momento la nevera se puso a hacer un ruido espantoso. Sólo veía su bragueta y sus zapatos cuando agaché la cabeza para que me acariciara la nuca. Todo iba muy deprisa.
Era día 13. Después de comer me había tragado casi sin masticar media rosquilla de San Antonio. Bendecida, dijo la clienta que me la regaló, para que encuentres novio este año. Es una vieja gorda y simpática a quien el aparato de la tensión apenas le entra en el brazo. Esa misma tarde vino el representante de Lisartis a la hora de cerrar. No suelo comprarle nada pero es de los pocos a los que soporto porque no insiste, como si le diera lo mismo vender que no vender.
Acepté su invitación para cenar. Me pareció más guapo que otras veces. La rosquilla aún me bailaba en el estómago y de alguna forma podría ser que estuviera empezando a surtir efecto. La conversación era fluida, como de viejos amigos, y me sentí a gusto cuando en el coche me acarició el brazo.
Aún era de día cuando llegamos a su casa, un décimo piso en el Rabal. Lo primero que hizo fue llevarme a la ventana de la cocina y señalar al frente. En el horizonte se veía el Moncayo a la luz del crepúsculo y me pareció un espejismo maravilloso, allí en medio de la ciudad ardiente. No me iba a costar nada enamorarme.
La nevera se paró en seco justo en el momento en que le bajé la cremallera del pantalón. No me atreví a levantar la vista hasta su cara. Agradecí que de repente se hubiera hecho de noche. Hice lo que tenía que hacer con una facilidad asombrosa. Cuando estaba a punto de correrse dijo mi nombre con voz cavernosa y atribulada, como si él fuera Dios y yo Abraham matando a mi hijo. Luego me terminé la coca-cola y le ofrecí mi ayuda para preparar la cena. Con la rasera en la mano le dije que yo también me consideraba buena persona.

Cristina Grande
Más por menos. Antología de microrelatos hispánicos actuales. Sial ediciones-2011