3.528 – El mensaje del náufrago

   Hoy es el último día del año.
Mientras escribo estas líneas, las horas se deslizan hacia poniente como una flecha hacia el centro de la diana. Sabemos que esto de los años y las semanas y los meses es una convención, un acuerdo, un pacto, un convenio, en fin, al que hemos llegado entre todos tras unos miles de años de convivencia. Pero el hecho de que sea una convención no aminora su fuerza.
A lo mejor, un día descubrimos que también el hígado era una convención, y el páncreas, y las transaminasas. Cómo saber dónde está la frontera entre las convenciones y los órganos. Seguramente, el catarro es una convención, la más universal de todas, junto a la úlcera de duodeno. Pero el conocimiento de ello no reduce la secreción nasal ni el dolor de las vísceras.
El día ha amanecido con una lluvia fina. Me desperté a las siete, leí un poco y me dije que hoy no escribiría. ¿Para qué? Mañana no hay periódicos y pasado mañana un artículo como éste será una antigualla insoportable. Sé que cuando lo acabe y lo meta por la abismal grieta del fax tendré la misma impresión de improbabilidad que el náufrago al arrojar la botella con su mensaje dentro.
El fax, en días como hoy, parece un océano: no sabes dónde puede ir a parar lo que introduces en él. El fax es otra convención: hemos llegado al acuerdo de que el artículo que metes por un sitio sale por otro que a lo mejor está a 500 kilómetros de distancia, pero eso no es posible. ¿Cómo va salir por una grieta de allí la hoja que yo introduzco en la de aquí? Eso no se lo cree nadie; de hecho, es una de las convenciones que más está costando sacar adelante: la mayoría de la gente, después de poner un fax, llama al destinatario para asegurarse de que ha recibido el mensaje, porque es que le parece increíble.
La convención del fin de año segrega más jugos digestivos que un hígado. Por eso no quería que llegaran las doce sin desearles lo mejor para el próximo año, aunque les llegue con retraso, o no les llegue porque lo devore el fax. Felicidades.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.527 – Siempre el paraíso

    Se transformaba a cada instante. Huía sin remedio. Era un cazador profesional. Capaz de introducirse en una sinagoga con dulces para ofrecer a los presentes mientras atisbaba la apartada sección de mujeres, convertida en un súbito harem. O de aprender húngaro para conversar con la madre de su siguiente conquista. También le daba por asumir formas proteicas: pez, chupamirto, lobo, araña. Yo lo amaba en cada una de sus facetas y lo esperaba después de cada transformación. Mientras tanto, me derramaba en otros continentes, pero en cada travesía siempre lo buscaba a él. Me maravillaban sus artes metamórficas, su capacidad líquida para escurrirse entre las manos. Por supuesto, deseaba apresarlo, proclamar que ese hombre múltiple era sólo mío.
Un día llegó a mi casa extenuado. Sus ojos urgían una tregua. Se quedó dormido entre mis brazos como agua escondida. Cabía en un cuenco, un simple vaso. Podía beberlo sin prisa. Pero me contuve, sospeché la tristeza de Dalila, el dolor de Salomé y me contuve.
“Tuve un sueño raro”, me dijo al despertar. “Eras una mujer de agua que dormía en el lecho de un valle. Hombres que venían del desierto te descubrían y te deseaban: querían poseerte ?yo entre ellos?. Te forzábamos. Te resistías. La sed iba en aumento, imperiosa, tiránica: terminábamos por beberte. Aún paladeaba el último sorbo ?el cuenco líquido de tu cadera, creo? cuando de pronto lo supe: una nueva sed, rotunda y desesperanzada, comenzaba a secarme el alma.”
Y guardó silencio. Busqué sus ojos y él los míos. Por primera vez desnudos desde la última ocasión en que escapamos juntos del Paraíso.

Ana Clavel

3.526 – Los muñecos de don Sebastián

    Don Sebastián dejó la adobería y se dedicó de lleno a los muñecos de papel amasado con agua de yeso. Porque yo siempre quise ser artista y así me parece que lo estoy logrando. Y tuvo éxito en las competencias y en las ferias de artesanía, y pronto resultaron llegando muchos forasteros al pueblo para comprarle algún muñeco suyo. Pero la mala suerte no se hizo esperar, y pienso que tal vez hubiese sido mejor quedarme representando personas de mi pensamiento en lugar de gente de carne y hueso: y primero fue la coja Manuela, quien se murió al poco tiempo de cólico miserere, y después la pobre doña Emilia, que se quebró varios huesos cayéndose en un pozo, y luego los hermanos Chanduví, el mayor y el último, a quienes los mató la bubónica. Y me culparon no sólo de ésas sino también de otras desgracias. Y casi todo el pueblo fue hasta su puerta para gritarle: si dices que son puras casualidades y tus muñecos no son de mal agüero, por qué no la representas a tu mujer y por qué no te representas a ti mismo. Y don Sebastián no se amedrentó y salió a responderles: ya están grandes para creer en zonceras, y mañana mismo les mostraré mi figura y la figura de mi mujer en cuerpo entero. Y ellos se fueron: y mañana volvemos. Y don Sebastián amasó una buena cantidad de papel con agua de yeso y la puso sobre la mesa de trabajo para moldearla e hizo dos montones y le dijo a su mujer: uno para que sea yo y el otro para que seas tú. Y cuando ya estaban hechos los cuerpos y les iba a moldear las caras, se quedó pensando largo rato y movió la cabeza de uno a otro lado varias veces y aplastó los dos cuerpos contra la mesa porque ¿y si la cojudez resulta ser cierta? Y le dijo a su mujer: mejor envolvamos nuestras cosas. Y, aprovechando la noche, se fueron del pueblo para no volver.

Jorge Díaz Herrera
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.524 – La tertulia

    Los catorce de cada mes acudía a una tertulia de partidarios de la república. Un día sintió un escrúpulo de conciencia y se lo comentó a su amigo Alfonso. «Creo que no volveré más. Me duele que los compañeros se engañen conmigo, porque, aunque la república me parezca teóricamente la forma más racional de gobierno, nos está yendo tan bien con esta monarquía recién instaurada que no daría un suspiro por derrocarla, más bien todo lo contrario.» «¡Ah, con que es eso! —le replicó Alfonso—. Me habías asustado. Tranquilízate y sigue viviendo. Piensa que si viviéramos en una república, dado nuestro peculiar talante, con toda probabilidad tú y yo iríamos a una tertulia de monárquicos.»

Juan Pedro Aparicio
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.523 – Las manos

    Fue en un instante de decidida obsesión por el mar cuando sus manos, libres al fin de su voluntad limitadora, decidieron alzar el vuelo. Desde siempre, había advertido cierta rebeldía en sus manos. A veces, en los momentos de mayor austeridad, se movían enloquecidas parodiando el vuelo de una gaviota o el planear dichoso de un vencejo. Cuando esto ocurría debía ocultarlas en los bolsillos de los pantalones acampanados que le gustaba usar. Pero aquella tarde también él tenía deseos de elevarse, de huir de sí mismo en busca de las grandes alturas; y las dejó hacer. Primero, temblaron como si fueran novicias en esto de aletear. Después, vibraron enérgicamente, y al fin, sin dolor, se desprendieron de las muñecas, y tras revolotear en torno a su cabeza se fueron distanciando de él hasta perderse en la línea imprecisa de un horizonte indiferente.
Ni por un instante se sintió mutilado y triste por la pérdida de unas manos que, aun incordiantes, le habían servido desde siempre. Su fantasía pudo más; por ello pensó en cómo se las apañarían en el aire, si serían o no felices, y si alguna vez -ya sólo aves- hallarían parejas. Únicamente, al hacer un gesto, un intento de llevarlas al bolsillo, sintió un vacío muy especial:
—Esto debe ser -se dijo- el dolor de ausencia.
Y siguió caminando.

Rafael Pérez Estrada
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.522 – Natividad 2000

 María envolvió al bebé recién nacido en una manta y salió a la calle. Se le habían secado prematuramente los pechos y las monedas no le alcanzaban ni para comprar una lata de leche. Su marido la abandonó apenas supo que estaba embarazada, llevándose los únicos bienes que podían ser vendidos o empeñados: sus herramientas de carpintero.
Recorrió las calles buscando una esquina propicia para instalarse a pedir limosnas. Pero era un día feriado, las tiendas estaban cerradas, la gente se había recogido temprano a sus casas, y sólo pasaban autos apurados salpicando las pozas del pavimento.
Al llegar al centro de la ciudad, descubrió un pequeño establo de madera, iluminado con luces de colores, que adornaba la plaza principal, entre el edificio de la Gobernación y la Catedral. Vio que bajo el pesebre había una cama de paja, rodeada de animalitos de cartón.
Estaba por anochecer y se avecinaba otro temporal. En esas condiciones era peligroso seguir buscando con el bebé a cuestas.
Depositó a la niña en la cama de paja, y siguió su camino.
No esperaba ningún milagro.

Juan Armando Epple
Más por menos. Sial Ediciones.2011

3.521 – Cuento de Navidad

    Un día, por estas fechas, llegó a casa de algún modo inexplicable un jamón. Su presencia produjo en la familia un choque emocional indescriptible. Parecía una pata incorrupta más que un fiambre. Lo colgamos del techo de la despensa y cada poco íbamos a adorarlo en su soledad aromática. Mi madre nos explicaba cómo debía partirse y de qué grosor debían ser las lonchas, asegurando que en las profundidades de aquella carne oscura permanecía enterrado un hueso que serviría para hacer caldo. Pero si le preguntábamos cuándo comenzaríamos a comérnoslo, ella decía indefectiblemente:
—Cuando tengamos un cuchillo de cortar jamón.
No creáis que sirve cualquiera. Habíamos aceptado que aquel cuchillo específico debería aparecer de un modo extraordinario o sobrenatural en nuestras vidas y esperábamos su advenimiento con ansiedad religiosa. Entre tanto, por mi casa pasaban cada tarde amigos del colegio que venían a ver el jamón. Los recuerdo entrando en la vivienda sobrecogidos ya por lo que les habíamos contado, pero cuando abríamos la despensa y aparecía colgado del techo aquel resto porcino cubierto de grasa dorada y melancólica, la gente no llegaba a caer de rodillas, pero casi.
Y cuando mis padres tenían visita, después de haberles dado de merendar un café con galletas revenidas, mi madre se disculpaba por no haberles ofrecido un poco de jamón.
—Es que no tenemos cuchillo —añadía a modo de disculpa.
Como quiera que las visitas pusieran un gesto de escepticismo, ella iba a la despensa y volvía con el fiambre en brazos, mostrándolo con el mismo orgullo que si se tratara de un hijo que hubiera terminado empresariales.
A los pocos meses, comenzaron a salirle gusanos de lo más hondo, pues quizá estaba mal curado, y no tuvimos la oportunidad de contemplar el milagro del hueso. En lugar de tirarlo a la basura, lo enterramos en el patio de atrás, como si hubiera fallecido, y hasta hace muy poco, siempre que pasábamos por delante de su tumba, derramábamos unas lágrimas. Felices Pascuas.

Juan José Millás
Articuentos completos. Ed. Seix barral. 2011

3.519 – El timo de la lotería

    Vivía muy cerca de la glorieta de Atocha y tenía por costumbre, desde que la jubilaron, dar una vuelta por la misma, para ver tranquilamente el trajín de la gente, de los coches. Aquel domingo tórrido de julio no lo olvidará jamás. Se disponía a abandonar la glorieta, camino de su casa, cuando de repente un individuo, mejor dicho, un señor, porque iba muy bien trajeado, la abordó. Creo que resulta innecesario contar los pormenores de su charla, porque desgraciadamente en la prensa suelen contar casos como éste. El señor en cuestión salía por la tarde camino de Caracas, en avión, y tenía en la mano un décimo de lotería. Al parecer le habían correspondido tres millones de pesetas. Le urgía cobrar el dinero en efectivo y todas las administraciones de lotería, así como los bancos, estaban cerrados dado que era domingo. Estaba dispuesto a entregar el décimo a una persona que por lo menos le pudiera dar la mitad del premio, tras la oportuna verificación. La anciana escuchaba en silencio, pero los ojos le brillaban. Se avino a ir a una administración de lotería que exhibía en su escaparate los números premiados en la fecha indicada en el décimo. Era cierto, le habían correspondido tres millones. Se acercó un señor bien trajeado y pronto se metió en la conversación. Parecía decidido a hacerle el favor al viajero. Se pusieron de acuerdo los donantes. Cada uno aportaría medio millón, y al cobrar el décimo, se quedarían con dos por la gestión. Al viajero le pareció poco dinero, pero terminó accediendo. Se le notaba que tenía prisa y estaba nervioso. Fue a su casa la anciana, sacó un fajo de billetes del colchón y entregó su medio millón. El otro donante le entregó un cheque al portador. Al día siguiente, la anciana se dirigió con el décimo a la administración de loterías. En la puerta le esperaba el otro donante, como habían convenido. Cobraron el décimo más tarde en el banco y se repartieron los tres millones. Cuando la anciana contó lo sucedido a sus amigos y en la vecindad, fue duramente recriminada por su comportamiento abusivo e inmoral. La llamaron desde entonces «la Timadora».

Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
http://www.alonsoibarrola.com/