Fairy song

eduardo gudino kieffer2 Estaban las que ayudaban a las arañas a tejer sus telas, las que sujetaban gotas de rocío en las orejas de las prímulas, las que cantaban acompañadas por orquestas de grillos la historia del castillo de Tintagel. Estaban las que pulían escapadas mágicas, las inventoras de filtros y conjuros, las que otorgaban dones, las que reían recordando cómo ayudaban a contrabandear blondas y brandy; las que lloraban al pensar en la huida desde el malecón de Dymchurch, abandonando la vieja Inglaterra que se volvía cada vez más cruel, con sus horribles campanas de Canterbury, sus hogueras de Bulwerhithe, su inundación de Winchelsea y esa gran reina reumática y enjoyada y envuelta en tiesos brocados y encajes y para colmo virgen, qué cosa. Estaban las más traviesas, que por la noche hacían danzar fugaces lucecitas verdes en las ojivas de las iglesias y los camposantos, espantaban a los caballos, volcaban la cerveza en los delantales de las criadas y cuajaban la leche. Estaba, por último, la que se aburría y quiso cambiar, prescindiendo para siempre de su verdadera esencia; la rebelde que se arrancó las alas traslúcidas y con el tiempo se encarnó en un cuerpo de mujer. Miró al mundo a través de sus ojos oscuros y separados, lo aspiró con toda su piel, sintió cosas absolutamente nuevas y excitantes que se llaman placer, dolor, inquietud, angustia, amor. Supo que, si bien ya no podía cabalgar en un escarabajo o pintar auroras boreales o coronarse de carámbanos, podía en cambio hacer todas las cosas que hacen los humanos. Se sumergió en arduos textos metafísicos, buscó a Dios en la religión y en la ciencia, descendió a la peor abyección y trepó a la sublimidad más excelsa. Por momentos hasta sufrió. Todo era desmesurado. nada era bastante. Recordaba su condición anterior, en la que palabras como amor, vida y muerte carecían de sentido. No quería volver a eso, aunque a veces se arrepentía de haberse elegido mujer. Pero como no le quedaban más alternativas, se encogió de hombros y dejó que el amor, la vida y la muerte le acaecieran.

«Las hadas existen… pero no tanto.»

Eduardo Gudiño Kieffer

La nochebuena de Maritornes

eduardo gudino kieffer Maritornes trajina en la venta yendo de un lado para otro, seguida por las pullas de los arrieros y las insolencias de los soldados. Está acostumbrada, y si bien en comparación con su vida son dulces las tueras y sabrosas las adelfas, ni una queja sale de sus labios. Es humilde sin rencor, trabajadora sin odio, sirvienta sin hiel.
La noche del veinticuatro de diciembre es azul, gélida, estrellada. Maritornes enciende el fuego. Crujen las ramas verdes y un humo blanco se eleva rápidamente; después las llamas se lo tragan. Dos o tres chiquillos arrojan castañas y bellotas a las brasas. Estallidos y carcajadas infantiles. Maritornes ríe también. Le es fácil reír en Nochebuena, porque es Nochebuena y porque además tiene concertado refocilarse, al dormirse los amos y sosegarse los huéspedes, con un estudiante joven y, limpio, de miembros finos y ensortijados cabellos rubios. El estudiante no sabe nada, pero Maritornes está segura de que no rechazará un cuerpo cálido en la cama fría. Sobre todo porque en la oscuridad no se percatará de su boca desdentada por la sífilis, de sus cejas peladas, de su nariz roma, de sus ojuelos velados por un humor acuoso que destila constantemente. Y Maritornes ríe, ríe ante los insultos del mesonero Juan Palomeque, ante las palmadas de un arriero rijoso. Las risas arrecian cuando un recién llegado, mozo de mulas, empieza a contar a gritos que, después de recibir todos los sacramentos y abominando con eficaces razones los libros de caballería, ha muerto don Alonso Quijano, que tanto tiempo estuviera loco y recorriera caminos con el nombre de Don Quijote, creyéndose caballero andante. Maritornes recuerda muy bien su escuálida figura, y también el mofletudo rostro de su escudero Sancho. Recuerda la noche en que el herido caballero llegó a la venta, confundiéndola con un castillo. Recuerda que iba ella a la cama de Sancho, cuando sintiola Don Quijote y la atrajo hacia sí, diciendo que era de cendal su camisa de arpillera, de perlas orientales las cuentas de vidrio que traía en la muñeca, de hebras de oro de Arabia sus cabellos cochambrosos recogidos en una albanega de fustán. Recuerda que la llamó «señora y doncella». ¡A ella, a Maritornes! Es como para reír. Pero la risa se transforma en lágrimas y, Maritornes llora.
Mucho después de la medianoche, con tácitos y atentados pasos, Maritornes entra en el aposento donde se aloja el estudiante. Se siente como pensada por Don Quijote: joven, doncella y hermosa. Acerca el candil al lecho y contempla al mozo dormido. Es muy distinto del hidalgo manchego. Enjuto, bien conformado, casi un niño. En el suelo están el espadín, el birrete, la golilla, los escarpines, las calzas, la casaca y la camisa. Maritornes recoge y ordena todo. Después suelta los cabellos. En ese momento se siente más agraciada que Oriana, más inquietante que Urganda la Desconocida. Sus pies son dos palomas blancas, su cuerpo el surtidor de una fuente, sus ojos dos estrellas negras. Y las lágrimas que llora todavía, mientras se mete en la cama del estudiante, son lágrimas de agradecimiento al Caballero de la Triste Figura, que por segunda vez en su miserable vida le ha regalado belleza.

Eduardo Gudiño Kieffer

El faunito

eduardo gudino kieffer2 Mientras el Faunito vivió sin vislumbrar la vida (tocando la siringa, comiendo uvas silvestres y durmiendo al sol), todo fue maravilloso. Una corona de pámpanos bastaba para embellecer la jornada. ¡Y era tan inquietante correr por los vericuetos del bosque persiguiendo su propia sombra; o tratando de atrapar la idea de una idea, concretada a veces en cabellera al viento, risa de agua, muslo terso o silueta fugitiva! Sí, el Faunito era feliz. Feliz porque sí, feliz sobre todo cuando tocaba el instrumento que él mismo había construido con unas cañas cortadas junto a la fuente Castalia: la siringa de la que arrancaba lamentos, arrullos, voces y hasta palabras (o quizás todo lo que no podían decir las palabras). Tan arrebatadora era la música del Faunito, que para escucharla los peces salían del agua junto a las náyades húmedas, las dríades abrían los troncos de las encinas milenarias, las lobas amamantaban a los corderos, de entre mirtos y laureles asomaban silvanos desmelenados. Pero (no sólo lógica sino también mitológicamente) felicidad que dura… deja de ser felicidad. Un día Filomela, estremecida por la música del Faunito, voló tan alto que chocó contra el carro de Apolo: «¿Qué haces aquí, tan lejos de tus bosques?», preguntó el dios. «¡Vuelo en alas de la música del Faunito!» La respuesta, por supuesto, desagradó a Apolo, que tomó su lira de oro y descendió hasta el umbrío lugar donde un simple Faunito se permitía hacer música que impulsaba a los pájaros al cielo. ¡Ah! ¡Hubierais debido estar allí para escuchar tan formidable contrapunto! Al primer acorde de la lira, los árboles temblaron. Pero al primer gemido de la siringa derramaron lágrimas verdes. Al primer acorde de la lira las fuentes enmudecieron, pero al primer gemido de la siringa dejaron de manar. Euro llevó los sones al Olimpo. Al escucharse la lira de Apolo se interrumpió uno de los divinos banquetes. Pero cuando se oyó la siringa, Ganímedes volcó la copa sobre la túnica de Zeus, que por azar no estaba en ese instante transformado en animal para seducir a alguien. Apolo acabó por darse cuenta de que la música del Faunito era muy superior a la suya. Y decidió vengarse como sólo los dioses saben hacerlo. Dejó caer la lira con desgano, y señalando los pies del Faunito empezó a reír a carcajadas. Los dioses, asomados a balcones de nubes, miraron hacia donde señalaba Apolo y rieron también. Y rieron las ninfas y las dríades y las náyades y las lobas y los corderos y los pájaros y los árboles y las piedras. El mundo estalló en una infame risotada. El Faunito bajó los ojos. Recién entonces descubrió que tenía patas de chivo.
«No desafíes a los dioses, so pena de descubrir que tienes patas de chivo. «

Eduardo Gudiño Kieffer

La sirena en el arca

eduardo gudino kiefferHace tiempo que la lluvia despliega sus transparentes abanicos sobre el mundo. El único sonido que se oye es el de las gotas suicidándose contra las aguas, contra el maderamen del Arca o contra las barbas de Noé, cuando éste se asoma a interrogar al cielo. Jehová suele responder sordamente, con tronantes borborigmos que obligan a las aves, posadas en altas perchas, a esconder la cabeza bajo el ala. Noé cierra entonces los postigos y va a acurrucarse entre su mujer, sus parientes y otros animales aterrados. No sabe qué responder a las miradas inquisitivas, y para evitarlas se entretiene recorriendo las novecientas cabinas repartidas en tres pisos, o contemplando la piedra preciosa que simboliza a la Luz Divina en medio de la catástrofe.
Afuera, efímeros cuchillos rasgan el aire. Nadie habla, nadie grita, nadie llora. Los animales están silenciosos. Sólo se escucha el ruido de la lluvia, aferrándolo todo con sus mojadas raíces. Hasta que se oye la otra voz. Primero suavemente, tímidamente; después nítida y pura, remontándose ondulante y azul desde la sentina. Las aves estiran sus cuellos, los animales se desperezan, la mujer de Noé siente que se le eriza la piel. Y la voz crece, crece en curvas magníficas, en benjuí y en mirra, en estelas de oro y de espuma. Acaricia y flagela, libera y cautiva. Ni querubines ni serafines son capaces de cantar así. Pronto el Arca es un pandemonio: los pájaros se golpean contra las paredes, la pantera está en celo, la mujer y las nueras de Noé han desplumado al pavo real para adornarse con profusión. Y aunque afuera sigue lloviendo normalmente, Noé se da cuenta de que algo no anda bien. Y baja a la sentina en busca de la voz. Al fin la encuentra en un penumbroso rincón. ¡Oh, el monstruo, el monstruo! ¡El monstruo de largos cabellos verdes, verdes, sí, de un verde flagrante y descomedido; verdes y desparramándose sobre los hombros pálidos y sobre el pecho como una cascada de algas! Noé se inclina asombrado, sobre el cuerpo increíble. Rayo de luna o pétalo de magnolia que abajo se oscurece y adquiere una leve pátina azulada, hasta transformarse después en una loca fiesta de escamas: oro y zafiros y esmeraldas y nácares y calcedonias entremezcladas en un juego armonioso, flexible, de luces vitrificadas y meandros paralelos… ¡Oh, el monstruo! ¿Cómo la demoníaca criatura ha logrado colarse en el Arca? ¿Cómo ha aparecido allí un ser que no existe, producto de una mitología aún no inventada? Noé se siente burlado. Y ni siquiera sabe que mientras arroja a la sirena por la borda, está arrojando al agua su propia imaginación que lo traiciona, y que seguirá traicionándolo porque las sirenas cantarán siempre, no sólo para Noé sino para sus hijos, para los hijos de sus hijos, para los hijos de los hijos de sus hijos, etcétera.
«Pero nunca nunca digas que oyes cantos de sirena, porque te acusarán de no descender de Noé. O de tener imaginación (que es casi peor).»

Eduardo Gudiño Kieffer