3.196 – La buena suerte

carlos castan   La mañana era sucia y medio lluviosa. Ahora daba vueltas a su café sobre el mostrador de zinc de un bar perdido en cualquier calle. La noche había sido sudorosa y larga, llena de sueños trabados y vueltas en la cama, y otra vez se le había metido dentro esa bruma amarga que le impedía pensar con claridad y lo convertía a sus propios ojos en la figura solitaria de una gris acuarela. La tristeza se le atrincheraba dentro y le faltaban fuerzas para hacer frente a los días, vencido prematuro, propenso a morir. A través de la cristalera vio de repente a una mujer joven y bellísima. Debía de estar embarazada de cinco o seis meses y su mirada estaba hecha de luz. Pensó por un instante que todo valdría la pena si la tuviese a su lado, envidió con todas sus fuerzas al padre de aquella criatura que crecía en su vientre, bajo el vestido azul.
La muchacha parecía caminar en busca de algo. Cuando lo vio en el interior del bar, se acercó hasta él, que, sentado en lo alto del taburete, sintió un temblor en su corazón. «Otra vez lo has hecho, cariño, no te tomas las pastillas que te dio el doctor para la amnesia, te largas por ahí sin dejar aviso, un día de estos te perderé.»

Carlos Castán
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012

1.115 – Los hados propicios

 La mañana era sucia y medio lluviosa. Ahora daba vueltas a su café sobre el mostrador de zinc de un bar perdido en cualquier calle. La noche había sido sudorosa y larga, llena de sueños trabados y vueltas en la cama, y otra vez se le había metido dentro esa bruma amarga que le impedía pensar con claridad y lo convertía a sus propios ojos en la figura solitaria de una gris acuarela. La tristeza se le atrincheraba dentro y le faltan las fuerzas para hacer frente a los días, vencido prematuro, propenso a morir.
A través de las cristaleras vio de repente a una mujer joven y bellísima. Debía de estar embarazada de seis o siete meses y su mirada estaba hecha de luz. Pensó por un instante que todo valdría la pena si la tuviese a su lado, envidió con todas sus fuerzas al padre de aquella criatura que crecía en su vientre, bajo el vestido azul.
La muchacha parecía caminar en busca de algo. Cuando lo vio en el interior del bar se acercó hasta él, que, sentado en lo alto del taburete, sintió un temblor en su corazón. «Otra vez lo has hecho, cariño, no te tomas las pastillas que te dio el doctor para la amnesia, te largas por ahí sin dejar aviso, un día de estos te perderé».

Carlos Castán
(Del libro Sólo de lo perdido)

Todo tan secreto

ccastan En todos los entierros hay un desconocido, alguien de aire grave en quien nadie se fija demasiado, que no es de la familia y permanece todo el tiempo con las manos atrás. Siempre me había preguntado por estos seres, de dónde salían, cuál sería su vida. En los viejos álbumes de fotos de la casa de Ágata los encontré a todos retratados, uno por uno, adheridos a aquellas páginas negras. Muchas veces iba a verla. Yo era joven, ella no. Y además estaba enferma, pero su pelo olía siempre a pétalos morados y la casa entera tenía el perfume de los libros salvados de un incendio. Todo ese verano fue mi oasis de sombra. Nos acostábamos en una alcoba oscura y luego ella preparaba café. Me gustaba ir allí, era todo tan secreto… Por las ventanas, a través de una maraña de ramas muertas, podía divisarse toda una posguerra detenida. Apenas hablaba, Ágata. Me enseñaba tesoros que escondía en los cajones de sus mil armarios: óleos diminutos, soldados de oro, azucareros chinos, pero sobre todo aquellas fotografías de desconocidos.
Era todo tan secreto que cuando murió nadie pudo decirme nada, y una tarde en que fui a verla a principios del otoño me encontré en el patio de la casa con una mesita de faldas negras llena de condolencias y tarjetas de visita con una esquina doblada. Me esforcé en sentir dolor, pero la sorpresa y el deseo reventado como un globo pesaban de momento mucho más.
Tras dudar un poco, decidí subir al velatorio. Quise ser el desconocido de turno en ese entierro, quizá porque estuve seguro de repente que, de ese modo, por un extraño mecanismo que nunca perseguí entender, mi imagen pasaría a formar parte de aquellos álbumes oscuros en la estantería de la sala, como una mariposa muerta. Y mi alma entonces, o algo parecido, se quedaría a descansar para siempre cerca de la alcoba, en aquella penumbra fresca con olor a agua de rosas.
A veces notaba cómo alguno de los familiares de Ágata me miraba de reojo, pero nadie se decidió a hacerme preguntas, de manera que toda la tarde pude permanecer allí, como un centinela que guarda los restos de un general acribillado, con aire grave, los ojos llorosos, las manos atrás.
Carlos Castán