3.532 – El jugador

Sonaban las once y media de la noche y entró en la casa de la vieja condesa. Sin ser visto atravesó el vestíbulo silencioso, apenas alumbrado, y no le fue difícil descubrir en el piso primero la escalera que conducía a la habitación donde le esperaba la joven. Empujó la puerta y ella estaba allí, sonriente, con las mejillas encendidas y las manos juntas, quizá asustada. Era una primera cita de amor y aguardaba, ilusionada, oír las mismas palabras que el pretendiente le escribía en sus cartas.
Dio dos pasos hacia la muchacha, alzó las manos y en vez de acariciarla se las puso en el cuello y apretó con toda su fuerza. Ella se debatió sin poder desasirse y, a los pocos minutos, él la dejó caer sin ruido al suelo y allí quedó con un rostro totalmente distinto.
Entonces, él buscó por todos sitios, abrió el armario y tomó sortijas y pulseras mas no encontró dinero. Luego bajó despacio, cruzó las habitaciones en penumbra y se alejó por la calle con pasos decididos.
A la noche siguiente se presentó en la casa del aristócrata donde había juego, tomó una carta y puso sobre ella no un fajo de billetes, como hacían los otros jugadores, sino un puñado de anillos y pulseras. Oyó una voz que anunciaba: «Reina de espadas». Su carta no era aquélla, y había perdido todo… Al levantar la vista quedó aterrado: en el lugar del banquero estaba ella. Tenía la cara violácea, ojos en blanco y una extraña mueca en los labios; sobre la frente le caían mechones de pelo. Y vio que extendía su mano hacia las joyas, la mano, juvenil, suave y delicada, donde la noche anterior él debía haber depositado un beso.

Juan Eduardo Zúñiga
Más por menos. Antología de microrelatos hispánicos actuales. Sial ediciones-2011

3.468 – El secreto

    Era una jovencita aún y todos elogiaban su encanto, su inocencia, sus grandes bucles sobre los hombros cuando, por las tardes, cantaba ante el piano que tocaba la madre, emocionada al oír su voz.
Transcurría así la vida tranquila en aquella casa pero cierto día apareció un desconocido y se quedó a vivir allí. Era alto y hermoso, bueno e inteligente y la muchacha desde un principio le admiró. A veces él le apretaba la mano y su mirada ahondaba misteriosamente en sus ojos azules. Desde que él había llegado todo se hacía más claro, más noble, sumía a la mente en cierta intranquilidad pero también en una inefable tibieza al corazón. Volaban los días, pasó un año y llegó el último instante: él se fue y ella conoció el tiempo de la tristeza y del sufrimiento, pero no quiso preguntar a nadie si volvería.
Un día, inesperadamente el huésped regresó y se acercó a sus labios y murmuró: «No temas, querida, soy invisible para los demás» y las bocas se unieron con pasión. Desde entonces estuvo cerca de ella: le veía en el fondo de una habitación, en el corredor, al pie de una escalera, la seguía por la calle, se sentía abrazada con fuerza y ella se entregaba a su abrazo. La más extraña felicidad la acompañaba a todas horas: en el jardín, junto al piano, notaba que sus manos la acariciaban; de noche, despertaba y le encontraba a su lado, desabrochándole, despacio, los botones del camisón.
Todos decían que su mirar velado y los colores de sus mejillas arreboladas podían ser de fiebre pero ella pensaba que nadie habría de saber la vehemencia con que se entregaban al amor.

Juan Eduardo Zúñiga