3.704 – Argumentación de un bandolero

  Un bandolero refería en rueda de compinches: “Yo soy un hombre honesto, de palabra. Cierta vez use con una víctima la estúpida frase que nos atribuyen los literatos: “¿La bolsa o la vida?”. —La vida— me contestó el mocito—, valiente como el que más. Y tuve que quitársela. Luego, para respetar mi palabra, y ya que lo había dejado escoger entre la bolsa y la vida, deje al pie de su cadáver una cartera repleta de billetes: su bolsa.
Desde entonces, cuando trabajo interrogo así al candidato a interfecto: “¿La bolsa o la bolsa y la vida?”. Para dejar las cosas claras.

José María Méndez

3.692 – El fondeado

  Pedro López andaba en zumba desde hacía semanas, fuera de órbita. Para él, que carecía de padres, esposa e hijos, hermanos, porque habían muerto o no lo reconocían como pariente, la vida era un tobogán interminable por donde bajaba y bajaba, sin distinguir fechas, ni días de le semana, ni siquiera el día de la noche, sin leer diarios, sin oír noticias que propalaban las radiodifusoras, sin saber lo que ocurría en el mundo ni en su país. No sabía el nombre del general de turno que ejercía el poder ni que acababa de ocurrir un movimiento subversivo en el que habían participados estudiantes, obreros y campesinos Ignoraba que la rebelión había sido sofocada cruelmente y que el general, después de dominar la zona revuelta, había decretado el Estado de sitio en todo el país e impuesto de toque de queda desde la diez de la noche hasta las cinco de la mañana.
Para él, la vida se reducía a conseguir botellas. Al tener una en sus manos, procedía a consumirla de tres a cuatro tragos y, cuando estaba saciado, se tiraba al suelo a dormir la borrachera cara al sol o bajo la oscuridad de la noche, donde le tocara: en el engramado de los arriates, en la acera o en la mera calle, dentro de los mercados, en las gradas de las iglesias, en los espacios vacíos de los portales. Esta vez fue cerca del campo de Marte, junto a la pared de una casa abandonada que acaso había echado al suelo el recién pasado terremoto. Tenía en el cuerpo el peso de varias botellas, de todo el alcohol del día. Fondeó allí a las seis de la tarde. Ya subida la noche, dos soldados, que hacían ronda por esa zona, llegaron a la esquina de la Tercera Calle Poniente y divisaron el bulto.
-¿Qué decís vos, que está muerto?
-De todos modos, tirémosle.
-Déjamelo a mí, que yo lo vi primero y quiero probar pulso.
-No jodás; no se sabe quién lo vio primero, lo vimos al mismo tiempo. Tirémosle los dos.
A Pedro López le cayeron como cinco balazos. Entró a la muerte como entró a la zumba: sin darse cuenta de nada.

José María Méndez

Las mormonas y otros cuentos

caballitos No puedo resistir el atractivo de las ferias. Con placer infantil, gozo el algodón azucarado, las manzanas cubiertas de miel, los terrones de anís. Gasto tres, cuatro horas jugando a la lotería de cartones. Casi nunca gano, pero lo excitante es la expectativa. El corazón casi se me va volando cuando amarro, es decir, cuando me falta un número para ganar. Un cinco de agosto gané una gorda de doscientos pesos. Recuerdo que las tres últimas figuras llegaron en carrera, según las fui llamando mentalmente. La muerte flaca y su gancho. El cantarito del agua helada. La mano que tienta y tienta lo que le tiene cuenta.
Entro a la carpa de la mujer serpiente, a los circos de malos payasos, a los toldos de las gitanas que predicen siempre viajes por barco, romances con mujeres celosas y traiciones de amigos íntimos. Me subo al gusano, a los carros locos, a la rueda de chicago. Me subiría también a los caballitos, pero la verdad es que temo las travesuras de los chiquillos y las burlas de los mayores.
Me conformo con verlos girar durante largo rato. En eso estaba cuando vi cabalgando en uno de los corceles del carrusel a una mujer vestida a la moda del siglo pasado: traje largo, estrecho en la cintura, sombrero de paja de anchas alas, ramo de violetas en la mano. Al principio supuse que la había imaginado, pero una vez y otra vez para borrarme las dudas. En una de las vueltas, su imperceptible sonrisa iba dirigida hacia mí. Esta vez, en lugar de un ramo de violetas llevaba un pañuelo que ondeaba discretamente, como si quisiera formular un mensaje. Cuando el carrusel se detuvo, no la vi bajar. Fue inútil buscarla. Se la había tragado la feria.
José María Méndez

Ernesto el embobado

josemariamemdez_morm_0204Elena Estévez -española extremeña- era extraordinariamente elegante, exquisita. Emanaba efluvios enervantes; evidenciaba energía, espíritu. En escueto elogio: encantaba. Encontrándola empezaba el embrujo. Esto experimentó Ernesto Echegoyén, emigrante europeo, ex emperador estoniano. Enamoróse.
Encontrábase entonces Ernesto en el Ecuador, en “El Exeter”. Ella emergió en el espejo, esplendorosa, escotada, envuelta en encajes. Efectivamente estaba en escalera.
Enardecido, exaltado, Ernesto empezó espetándole exabruptamente escandaloso exordio:
¡Escaso ejemplar!
Ella, endiabladamente elástica, escapó, envolviéndolo en enigmático ensueño.
Ernesto estaba ebrio, en eclipse, en el Edén.
Elenita empezó esquivándolo. Empero enseguida entendiéronse. Escarceos en esquinas. Enternecidas epístolas. Enojos, explicaciones. Ensueños, éxtasis, etcétera.
Epílogo: enlace.

José María Méndez