2.977 – Encuentros, desencuentros

Rogelio Guedea  Me sucedió mientras leía un libro de Walter Benjamin en el aeropuerto de Berlín. Al levantar la mirada de aquellas páginas tan hondas, me di cuenta de que había olvidado si acababa de llegar o estaba a punto de partir. Quise reflexionar por un instante, pero fue inútil. Las personas entraban y salían, llegaban y se retiraban. Una mujer me sonrió justo en el momento de mi desacierto. Esa mujer se parecía a mi país pero tal vez no era mi país. Estaba solo, con el equipaje recargado en mis piernas. Me abandoné a la desmemoria, me inmiscuí en sus pasillos de sombra. ¿Alguien podría darle ahora un calendario y una habitación propia a aquella sensación única? Encuentros, desencuentros, eso fue todo lo que empezó a significar la vida para mí.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto,2010

2.802 – Los premios

Rogelio Guedea  Hace poco me notificaron que gané un premio literario. La voz de la chica que me lo dijo me dio la sensación de que estaba contenta de haber sido ella la encargada de darme la noticia. Por eso, inmediatamente después escribí a mis amigos para compartirles la alegría casi con la misma voz y el mismo placer con el que la chica me dio la enhorabuena. Los amigos todos me respondieron con congratulaciones y fanfarrias, abrazos y apretones de manos, como es el caso. Incluso, yo quedé satisfecho con sus muestras de afecto, aunque prometí que en adelante sólo me limitaría a llamarlos para compartirles mis desgracias, única forma en que puede uno prodigarle al prójimo la verdadera felicidad.

Rogelio Guedea
La otra mirada. Ed. Menoscuarto.2005

2.733 – El oficio III

rogelio-guedea  Si el deseo de decir fuera esa mujer que cruza el río: he dicho un beso acaso. Pero si el deseo de decir fuera el deseo de esa mujer que ya ha cruzado el río: no he dicho nada. Nada: salvo aquello que dicen las palabras perdidas en un país desconocido. Entre cruzar y no cruzar: hay una enorme distancia. Entre decir y no decir: un río. A menos que haya una mujer esperándonos en la otra orilla, una mujer parecida a su deseo, valdrá la pena atravesar sus aguas. Pero sólo yendo sin volver: para que tenga sentido.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010

2.727 – Puentes

Rogelio Guedea  Entre la casa de mi vecina y la mía hay un puente. El puente lo construimos una mañana soleada. La mitad ella y la mitad yo. El puente lo utilizamos para comunicamos o para distanciamos. Cuando ella necesita una taza de café, cruza el puente y me lo pide. A veces incluso lo bebe conmigo, acompañado de un pan tostado. Lo mismo: cuando yo ocupo un poco de queso o una loncha de tocino, cruzo el puente y se lo pido. Ella misma, incluso, me lo envuelve en un pedazo de papel aluminio. Sin embargo, cuando no le parece algo que he hecho sin darme cuenta, quita su parte de puente que puso y la coloca sobre la rejilla del jardín. Y de igual modo: cuando no me gusta la blusa que trae o las visitas que recibe, desmonto mi parte de puente que puse y lo recargo en la bardilla del sótano. El puente nos ha servido para acercarnos, algunas veces, y para distanciarnos, otras, que es para lo que en realidad sirven los puentes o, en todo caso, los vecinos como nosotros.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010

2.404 – Retrovisor

rogelio-guedea  Va a la biblioteca a buscar un libro de Millás pero se da cuenta de que en el lugar del libro de Millás está un libro de Torrente Ballester, de manera que piensa que seguramente en el lugar donde antes estaba el libro de Torrente Ballester estará el de Millás, y entonces se apresura al librero donde estaba el lugar del libro de Torrente Ballester pero se da cuenta de que en lugar de encontrar el libro de Millás, que debería estar allí en lugar del de Torrente Ballester, encuentra el libro de Valle-Inclán, de manera que piensa que seguramente en el lugar donde debería estar el libro de Valle-Inclán estará el libro de Millás, el cual, por algún descuido, fue a colocar ahí en aquella noche de desvelo, aunque no se explica cómo pudo haber llegado ahí el libro de ValleInclán, así que para salir de dudas va donde el lugar del libro de Valle-Inclán y en lugar del libro de don Ramón encuentra un libro de Galdós, escritor que hacía años o décadas no leía, y que no se explica por qué dejó de leer si sus enseñanzas lo llevaron, primero, a don Ramón del Valle-Inclán y, después, a Torrente Ballester y a Millás, así que, sin pensarlo dos veces, saca el libro de Galdós y, evitando ser sorprendido, a solas en su biblioteca, frente a la fotografía de Jovellanos, vuelve a empezar.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010

2.396 – Sótanos

Rogelio Guedea  En algún momento de nuestras vidas todos bajamos al sótano a buscar algo que abandonamos ahí hace mucho tiempo. No sabemos cuánto tiempo, y ya no importa, que para eso sirven los sótanos. Los vamos llenando (a los sótanos) de objetos que dejan de pertenecemos, que dejan de servir. Objetos que, si uno lo observa bien, fueron amados alguna vez, buscados a veces con ansias, traídos a casa tal como llega la felicidad con el domingo. Pero luego esos objetos (una mesita de noche, una bolsa de ropa, una lámpara, un collar) son reemplazados por otros objetos que a su vez serán reemplazados (mañana, pasado mañana) por otros objetos más, que serán tan amados y tan olvidados como los primeros. Pero en algún momento de nuestras vidas, así como se vuelven a recordar calles o países, bajamos al sótano a buscar algo que abandonamos ahí hace mucho tiempo. Y andamos levantando cajas amontonadas, bolsas negras, sillas o mesitas de noche, lámparas, colchones agujereados, siempre a la busca de algo que nos supone la felicidad, o que es la felicidad, pero que cada vez está más lejos (una caja y otra caja más) de nuestras manos y, llegada la noche, también, de nuestras vidas.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010

2.392 – Contrafuertes

Rogelio Guedea  Debido a las pesadillas, decidimos que mi hijo viniera a dormir conmigo, mientras pasa la temporada de desvelos de mi pequeña hija, quien duerme con su madre en la habitación contigua. Desde ese día, cuando en las noches mi hijo se levanta con el espasmo del mal sueño, le invento cualquier historia y le digo lo que ya todos saben, que estando conmigo (su padre) nunca le pasará nada. Parece que eso lo tranquiliza y al rato, en efecto, vuelve a cerrar sus ojos apaciblemente. A la mañana siguiente, durante el desayuno, mi hijo le cuenta a mi mujer lo sucedido. Yo lo escucho decir lo que ya todos saben: que conmigo no siente miedo. Que, conmigo, se siente protegido. Obviamente, lo que nadie sospecha es que a mí me sucede lo mismo. Y que en las noches, cuando me aferro a su brazo y entre murmullos le advierto que nada pasa, que esos abismos no existen y que ya pronto vendrá la clara mañana, no es a él a quien hablo, sino a mí mismo.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010

2.376 – El espejo en que te miras

rogelio-guedea  Cuando vi a la anciana con los mofletes amoratados y con los tubos metidos en la nariz y las sondas en las endebles venas en la cama del Dunedin Hospital -al que no había ido desde aquella piedra en el riñón que casi me mata-, no pude evitar pensar en lo estorbosa que se hace la vejez cuando nos medra la fuerza indispensable para mantenemos en pie, o ser capaces de ir y volver del baño, o cruzar una calle, o siquiera llevarnos la cuchara a la boca. Quiero decir lo indispensable, pues. Quizá por eso no pude evitar escuchar las quejas que escupe la enfermera cuando la anciana -que puede ser tu madre, o tu hermana o prima- le llama para pedirle que le ayude a reclinar un poco la cama o el sillón en el que está sentada, o para abrirle la ventana o ponerle en la espalda un cojín, o quitarle los zapatos, o simplemente para conversarle dos, tres palabras, y así con ello tapiar la soledad que cómo la invade desde que sale el sol hasta que se mete, y los reniegos, también, de los familiares a los que la anciana llama para que vengan a visitarla aunque sea cinco minutos, familiares que prefieren mejor no contestarle el teléfono y que deciden seguir comiendo la sopa caliente de codito sin imaginar siquiera que los ojos de la anciana, y el corazón anciano que tiene, y toda su piel que es un pergamino, inservible al parecer ya, todavía siente, y respira todavía -con espasmos, sí, pero aún respira-, y todavía puede mirar cómo esos que la esquivan o le dan con la punta del pie -escupitajos, empellones por la espalda, etcétera- van también al mismo lugar a donde ella va, sin saber que incluso pueden llegar antes que ella. Porque la muerte es así: una perra que no respeta amo y que muerde toda mano, incluida aquella que, por supuesto, le da de comer.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010

2.367 – Paraíso al revés

Rogelio Guedea  Picando una cebolla la otra tarde me rebané un dedo, prácticamente me corté la yema. Entonces lo que hice fue pegarla otra vez. La dejé ahí creyendo que se adheriría de nuevo a la carne y sus fibras recobrarían la entereza de antes, fundiéndose y confundiéndose con sus fibras hermanas, brevemente ausentes. Pero no fue así. El trozo de piel quedó mal, pegado como por encima, endeble de uno a otro borde. Entonces pensé que eso pasaba un poco como cuando una mujer que amamos nos deja un buen día y, al siguiente, intentamos recuperarla, algo así de su carne ya no termina de adherirse bien a la nuestra, ni sus ojos nos miran como antes en el desayuno, ni sus manos nos acarician la espalda de la misma manera tierna al regresar del trabajo, y su alma como su amor queda colgando de un hilo, en las orillas del viento, a la deriva, y entrada la noche uno, quebrado en dos pedazos, termina andando por las calles peor que un fantasma.

Rogelio Guedea
Cruce de vías. Ed. Menoscuarto – 2010