3.636 – La casa del pino

  Existe un frío brillante que se da algunos días de invierno. El sol está fuera y se aprecia su tacto, pero el aire helado y la temperatura, que pende de una nube para caer con escándalo, rompen toda la mañana limpia. Desde la casa se ve en la lejanía la Sierra; en días claros como éste uno parece volar por los valles, ríos y tierras que transcurren veloces hasta esa serranía que revienta enorme el horizonte. Así es la mañana; y el niño llega y encuentra a su caballo bregando con la muerte, tumbado y el costillar señalado como en un barco podrido de la marisma. El padre no habla, saca su escopeta y le pega un tiro en la frente tranquila, dura, y suena el eco como cayendo por la finca, tan alta, como rodando hasta el río que yace en la vaguada. El niño mira la casa, mira el enorme pino; todo es paz, la sombra mecida de los almendros se mueve sobre los surcos del terruño arado. Ahora hay silencio y ese sol leve, casi muerto pero luminoso, como si fuera el resto de una explosión lenta. El niño se pregunta todo, nada contesta. Entonces se va al coche y pone la radio, buscando entretener su aliento… Volverá años más tarde a la casa del pino y pensará en su caballo… y en su padre.

Francisco Silvera

1.484 – La mujer

francisco silvera -¿Qué te pasa? —preguntó el hombre.
Ella le miró con media sonrisa. Entonces se sintió mayor; ya no era aquella muchacha de piel fina, caderas huesudas y pecho enhiesto. De pronto sintió su rechazo, no le gustaba, lo sabía, lo sentía, nada era igual. Y se acordó de la primera mujer de su marido; la dejó por ella, por otra más joven… y ahora ella misma era la mayor, y eso le llevaba a pensar: “Qué más le da otra o yo, somos iguales, mujeres viejas… pero la primera: es la primera, eso no se olvida”, y se vio segundona, como si nunca hubiera podido ocupar un lugar que la otra jamás dejó vacante. Su vida se había venido abajo; lo que antes fue su orgullo, ahora era su destrucción…
-Nada —le contestó.

Francisco Silvera
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