3.546 – [1]

  Me interesa mucho la botánica. Puede decirse que soy un autodidacta: tengo el cuarto lleno de hojas de diferentes formas y colores, de distinta dentición y ramificaciones. Las hojas son tantas que ya han comenzado a trepar las paredes, lamiéndoles la cal. Hermosas hojas lanceoladas que apuntan hacia el suelo, hojas escotadas, partidas; hojas aciculares, como agujas de cristal. Si camino el suelo cruje, por las que han caído y están secas. Todos los días rompo algunas, pero esto no constituye un problema: por las calles se encuentran millones, antes que los autos las destrocen o que los estudiantes las utilicen como proyectiles contra los soldados. El otro día presencié un combate entre los estudiantes y los soldados. Después un policía me llevó a prestar declaración: quería que testimoniara cómo una hoja de plátano lanzada por un joven fue a darle en la cara a un cabo y al rozarle un ojo, lagrimeó un poco. El joven fue reprimido violentamente por los demás soldados, quienes lo echaron sobre el suelo y lo rociaron con gasolina. Después de mojado, cada soldado se acercaba a echar un fósforo. Ardió durante unos minutos. Después se hizo cenizas. De todos modos el cabo tenía el ojo rojo, por lo cual el juez estaba muy preocupado. «A alguien hay que castigar por esto» —decía—. «Esto no puede quedar impune. ¿Qué dirá su señoría, el presidente, si no castigo a nadie?» Yo me negué a declarar, pretextando resfrío: conozco varios testigos que después de declarar han sido encarcelados, ante la ausencia del culpable. Nadie se anima a dejar una ofensa a la autoridad impune. Lo único que lamento es que uno de estos días tendré que desprenderme de mi colección de hojas. Así me lo aconsejó un abogado amigo mío, entendido en la materia. Desde que los estudiantes han adquirido la peligrosísima costumbre de enfrentar a los soldados con hojas caídas de los árboles, éstas han pasado a ser consideradas por el gobierno como armas ofensivas contra la seguridad del estado. Aunque mi conducta es irreprochable, mejor me deshago de ellas: todos los días hay allanamientos y no quisiera imaginar mi destino si las encuentran en mi cuarto. Ya no se puede estar seguro en ningún lado.

Cristina Peri Rossi
Más por menos. Sial Ediciones.2011

1.296 – Crianzas

 Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser, pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que en seguida recupera sus veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto en crecer, porque sé que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco años y ella de veinticinco: a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.

Cristina Peri Rossi
Por favor sea breve. Ed. Páginas de espuma, 2001